
Después de las últimas lluvias –pocas pero intensas- el paisaje ha cambiado, y no porque la vegetación hubiera reverdecido, pues estaba tan amarilla como durante el verano, sino porque todo ha quedado como más limpio y luminoso. También, empieza a dominar esa luz del otoño que crea profundidades y distancias, lejos de la planitud y pesadez veraniega.

Los pinares aparecían más lustrosos, seguramente porque el agua había limpiado pinos y escobas del polvo acumulado durante el estío. Algo similar había ocurrido con las encinas y otros árboles. El caso es que el pinar de Antequera y el monte de encinas de Boecillo lucían distintos, más agradables y luminosos. Incluso los caminos se mostraban amorosos, con un firme de arena más dura, aunque sin exagerar.

Hacía tiempo que no rodábamos por el monte de encinas (mejor, de matas de encina) de Boecillo, que posee una red de sinuosos y estrechos senderos que parecen pensados para nuestras bicis y fuerzas. Se extiende por una planicie ligeramente elevada sobre el Duero, lo que en distintos momentos ofrece un estupendo paisaje sobre su valle y poblaciones, hasta las laderas del páramo de Torozos, pues pequeñas asomadas permiten contemplar tal panorama. Lo mismo nos ocurre en el monte Blanco, por cuyos límites cruzamos.

En medio de la red de sendas y matas, las paredes exteriores de la casa del Monte –dos plantas en ladrillo y adobe- a duras penas se mantienen en pie y sostienen aun el enrejado de ventanas. Esta casa se está arruinando mucho más rápidamente que la de verano de los Escoceses, en otro extremo del mismo monte. Este encinar estuvo, en otras épocas, más habitado. Hoy solo quedan algunas bodegas en la ladera norte y paseantes en los buenos fines de semana…

Al monte de Boecillo llegamos desde Viana y antes habíamos cruzado el pinar de Antequera por la cañada real. Y del monte volvimos al pinar por el Abrojo, donde la maleza quiere tragarse la fuente de San Pedro, de ahí a Laguna y finalmente, acabamos en el mismo pinar de Antequera. Un agradable paseo matutino. Eso sí, del agua no quedaba ni rastro, ni pequeños charcos.