Y del nacimiento del Trabancos hacia el crucero de Rágama

(Continuación de la entrada anterior)

Si en Duruelo estábamos a 910 m de altura, en la divisoria de aguas con el Trabancos estamos a 1000, y a 930 en el mismo Trabancos. Pero el valle del Trabancos es ancho y tendido, casi plano, y el del río Almar, profundo y con tendencia a la vertical… ¡qué valles tan diferentes! Uno apto para el cultivo, otro que sólo vale para monte…

Cruzamos las Raseras para llegar, primero, al río del Soto y luego al río Narros. Cuando se juntan ambos, forman el Trabancos. Hoy llevaban agua los dos, por lo que el Trabancos lleva agua desde su nacimiento. De todas formas, no puede ser más decepcionante, pues lo hacen en una zona semiquemada, con restos de arrastres por el agua de todo tipo, especialmente de plásticos, junto a alambradas de zonas ganaderas y bajo la atenta mirada del ojo del puente por el que pasa, arriba, el ferrocarril. Difícil lo tendría aquí Juan de Yepes para escribir poesía mística, aunque nunca se sabe.

Fuente romana en Narros

También es cierto que, para otros, el río del Soto es el verdadero Trabancos, al que le ocurre algo parecido, ya que nace de los regatos Jubán y Calorzo, en Herreros de Suso, a pocos kilómetros de Narros.

Narros del Castillo, fue repoblada por na(va)rros. En el recinto del antiguo castillo, dentro de una muralla de calicanto ya desmochada, debido una disputa entre Alfonso VII y Alfonso I de Aragón, se erige una preciosa iglesia mudéjar, como casi todas las de por aquí. La iglesia se construyó precisamente en el mejor punto de la localidad, una vez demolido el castillo. Agradable lugar: nada como descansar la vista sobre el ábside mudéjar con sus órdenes de arcos ciegos y luego arcos de medio punto entrelazados que generan arcos apuntados, mientras reposábamos los cuerpos sobre los bancos que se apoyan en la vieja muralla y cuando dos parejas de cigüeñas crocotaban en la torre y las palomas realizaban acrobacias aéreas… En fin, así es la Moraña.

Uno de los vados

Dejamos el Trabancos y, tras cruzar el ferrocarril y la autovía, el destino nos conduce ahora hasta Salvadiós, donde repostamos y salimos hacia el oeste por el balsón de Abajo. Vamos por el trazado de la antigua calzada de Ávila a Salamanca. Cruzamos por encima de Gimialcón, que ya conocemos, y vadeamos los ríos Mínimo y Regamón. Saludamos al lavajo de Carrávila y llegamos a Cantaracillo. Todo por campos ondulados, pero como el firme es bueno y el paisaje inmejorable, no nos cuesta dar pedales.

Cantaracillo. Doble sorpresa. Primera, la iglesia. Casi todas las localidades por las que hemos pasado, poseen iglesias mudéjares y muy amplias. Esta no es una excepción, pues también es enorme, con dos entradas porticadas a la nave, una al sur y otra al norte. Pero tal vez lo más llamativo es el ábside mudéjar que se conserva de la primitiva iglesia románica. Otra joya.

Cañada Mostrenca

Y segunda. La cañada real de Mostrencas, o Mostrenca, que sale al norte de Cantaracillo y nos llevó hasta Rágama. Nos sorprendió que cuenta con las ¡90 varas! de rigor propias de una cañada real, que antes tenía toda cañada real que se preciase. Además, se encuentra en buena parte amojonada. Tiene una hierba rala y verde –al menos en esta época del año- con abundante humedad en el subsuelo y con numerosos charcos y lavajos, el más grande que vimos fue el Albornos. Al este, las laderas del río Regamón con los altos del Castillo y al oeste las llanuras de la comarca de La Armuña. En realidad, esta cañada es la continuación de la cañada real Burgalesa que viene de Lerma pasando por los páramos del Esgueva, Valladolid y Medina del Campo, si bien a partir de Valladolid también era utilizada por rebaños leoneses. Una res mostrenca es una res sin amo, que campea a su aire por campos y cañadas. Tal vez en esta cañada acababan las reses mostrencas, y de ahí el nombre.

Altos del Castillo. Tras la línea verde, el río Regamón.

O sea, que fuimos por una vía romana y volvimos por otra pecuaria. Pero aún no hemos terminado, pues estamos llegando a Rágama, donde nos esperaba otra sorpresa: el humilladero, cruz de granito flanqueada por cuatro postes unidos por arcos adintelados de una pieza. Se levanta en las afueras del pueblo, hacia el oeste, ya junto a los campos sembrados. ¡Qué joya! A lo largo de la excursión hemos contemplado diferentes cruces de granito, pero esta las superaba a todas. Paseo junto a la iglesia de ábside románico mudéjar, que esconde una portada de aire gótico isabelino en piedra dorada de Salamanca.

Y ya sólo nos quedó volver a El Ajo. Pero, a mitad de camino, el camino se quedó en la mitad. O sea, desapareció. A campo traviesa llegamos a un humedal del que salía un enyerbado sendero en dirección a la localidad. Pasamos junto a una curiosa y misteriosa chimenea muy cerca del río. Pero como no encontramos a nadie en el pueblo, nos quedamos con las ganas de saber algo más sobre ella.

Crucero en Rágama

También pasamos junto al pozo de los antiguos lavaderos. (Enlace al trayecto en la entrada anterior)

Por las calzadas de la Moraña hasta el convento de Duruelo

Esta vez nuestro objetivo era doble: llegar al convento de Duruelo, primera fundación de san Juan de la Cruz, y al nacimiento del río Trabancos, en Narros del Castillo. En línea recta están a poco más de 5 km, lo que facilita la consecución de ambos a  la vez.

Partimos de El Ajo, población que se encuentra en la orilla del Trabancos en la que nunca habíamos estado, si bien habíamos pasado cerca hace casi tres meses. Por cierto, aquella vez encontramos una Moraña gris y triste. Hoy la hemos encontrado verde y un tanto animada, seguramente por la proximidad de la estación primaveral.

Río Trabancos

Cruzado el Trabancos, tomamos la vereda de la calzada romana. La verdad es que no sé si se debe a que la vereda va sobre una antigua calzada o si se dirige a ella. En todo caso, esto último es verdad, pues termina en Cantaracillo, por donde antiguamente cruzaba la vía romana de Salamanca a Ávila, antigua Abula romana. La vereda va siguiendo el peculiar arroyo del Migarnal, que mantiene una estrecha franja de hierba, lo indispensable para alimentación del ganado.

La vereda sortea la alquería de la Cruz y cae al valle del río Regamón. Pero nosotros nos quedamos antes, en las ruinas del denominado Torreón, cuyo lugar se conoce como alto de los Castillos, desde el que se domina una extensa llanura en la que destacan varias decenas de pueblos, o sea, una inmensidad, tanto al este como al oeste. Da toda la impresión de que esto fue frontera entre Castilla y León, lugar estratégico para una torre de vigilancia de cualquiera de los dos reinos. Y seguramente estuvo, según los tiempos, en manos de ambos. En la vega del río pasta ganado vacuno; en otros tiempos hubo una ermita –de San Salvador- y tal vez un poblado. Hoy queda la fuente.

En el Torreón. Al fondo, Peñaranda de Bracamonte

Rodamos hacia el sur y caemos al arroyo de las Regueras, que también mantiene prados. Un arenal nos hace aflojar el paso pero encontramos enseguida tierra firme y, en la rasante, sobresale la torre de la iglesia de la Asunción en Gimialcón, a donde llegamos. No hay mucho que destacar por aquí, salvo una elegante portada de un palacio en la plaza de la iglesia y el ábside y torre de ésta. Por cierto, el arranque de la torre, en calicanto, parece más parte de una muralla que de un edificio religioso.

Seguimos hacia el sur saliendo por la laguna, cruzamos la autovía por las Bragas –eso es, las Vargas- para salir a la vía del ferrocarril, donde en otro tiempo hubo una estación.

Valle del río Almar

Y después de cruzar algunos campos de labor, el paisaje cambia. Ahora vemos más en profundidad la sierra de Ávila –que siempre la hemos tenido al fondo, al sur- y un bosque de corpulentas encinas se extiende por la ladera cae a la vega del río Almar. Ya hemos cambiado también de comarca.

¡Qué agradable bajada! Termina en el convento de Duruelo que, como hemos dicho, es la primera fundación de fray Juan de Santo Matía, que aquí se cambió el nombre por el de fray Juan de la Cruz y así empezar de nuevo en el Carmelo reformado. Nos cuenta Jiménez Lozano

…que a fray Juan le gustó el sitio y que encontró también la casa muy apropiada en cuanto la enjalbegaron un poco, la barrieron bien, sacaron brillo al suelo de madera del desván y dieron lustre al suelo de barro de la parte baja… Así que fray Juan se sintió muy a gusto allí enseguida, porque a lo mejor le recordaba su casa de Fontiveros. O seguro que se la recordaba…

Encinas, fuente, regato. Perfecto paisaje para la vida contemplativa. En estos solitarios campos, alejado del mundanal ruido debió ser feliz, pero le duró poco, pues enseguida tuvo que moverse hacia otros lugares más poblados. De hecho este lugar o lugarejo, como le llamaba santa Teresa, estaba tan perdido que la Santa no acertó a dar con él cuando vino a por primera vez, en 1567. Hoy sigue siendo una alquería, si bien mantiene el convento de carmelitas descalzas en el que podemos contemplar una estatua de la Santa en el jardín y otra del Santo en el centro de la plaza. Y la fuente de san Juan a 300 metros al este. 

Duruelo

Tenemos que cruzar el río para subir por la ladera norte hacia Narros. El camino nos lleva por un vado, no hay puente, es un río intermitente. Pero ahora lleva agua, así que no tenemos más remedio que vadearlo mojándonos los pies, ya vayamos caminando o en bici. Después de cruzar praderas y alamedas, subimos por una ladera de corpulentas encinas. Detrás de nosotros, el río Almar y la sierra. Delante, un paisaje raso.

Por el momento, dejamos la narración. Seguiremos en la próxima entrada. El trayecto completo puede verse aquí.

Pueblos y despoblados entre el Zapardiel y el Trabancos

(Es continuación de la entrada anterior)

De Fontiveros bajamos a Rivilla de Barajas, en un alto sobre el valle del Zapardiel. Claramente estamos más cerca de la sierra, que ha agrandado su tamaño. Aquí reina de nuevo el ladrillo mudéjar. La iglesia de la Magdalena -¿cuánto durará?- y otras muchas construcciones de la localidad así nos lo dicen. Pero saben que tal vez lo más importante sea el paisaje del Zapardiel regando praderíos, y por eso alguien puso un mirador en dirección a la vega, con la sierra de telonera. Bajamos al río y ¡oh milagro! el vado tiene una lámina de agua que cruzan sin problema nuestras bicis. En la otra orilla, el Zapardiel recibe al arroyo del Molinillo, que se represa en un pequeño embalse de forma redonda. Y por la vera del arroyo nos alejamos hacia el sur.

El Zapardiel y, al fondo, Rivilla

Cruzamos la autovía y ¡otra sorpresa! terminamos ante los espectaculares restos de la antigua iglesia gótico mudéjar del despoblado de Castronuevo, que ya sólo conserva dos grandes pedazos de lo que fue: un muro que acaba en una espadaña de grandes proporciones en lo que fueron los pies, y el ábside con las pechinas de las que arrancan nerviaciones góticas que ahora terminan sin nada que sostener. Aun así, las ruinas impresionan y más que debieron impresionar allá por el siglo XV. Al otro lado del camino, una charca repleta de agua.

Castronuevo

Y un poco más al sur –ya no avanzaríamos más- el castillo de Castronuevo. Una valla metálica nos impidió acercarnos. Aun así, tienen un aire llamativo, distinto, original. El llano se hunde para acoger un foso del que se levanta un fuerte muro con una hilera de troneras. En el interior, el castillo propiamente dicho con tres torres en las esquinas.

Volvimos la espalda a la sierra para desandar lo rodado hasta las ruinas de la iglesia desde donde tomamos el camino hacia Muñosancho, que consistió en un continuo atravesar vegas y praderas de diferentes arroyos: Molinillo, las Capellanas, del Prado Hondo, Villalta, del Valle; todo esplendorosamente verde y con abundantes lavajos y charquillas. Poco se puede decir de esta pequeña localidad, salvo que nos llamaron la atención algunas casas de ladrillo mudéjar bien cuidadas. A la salida, en un recodo del camino que tomamos, dos viejas norias atestiguaban que aquí había huertas bien regadas.

En Flores

Un buen camino nos fue alejando del pueblo a la vez que nos elevaba hasta el punto más alto de la excursión, el pico Asomante, que señala la divisoria de aguas entre Zapardiel y Trabancos. Al fondo ya se podía ver Flores, pueblo relativamente extenso a juzgar por la calle Larga, que hubimos de atravesar casi entera. Nos paramos junto a la iglesia de Santa María del Castillo, de notable pórtico aprovechado esos días como portal de Belén. Después, visitamos la ermita del Santo Cristo.

 Bajamos hasta el Trabancos, que llevaba agua y tomamos nada menos que la Vereda de la Calzada Romana, que nos llevó, con un fortísimo viento de culo y pasando junto a el Ajo, hasta San Cristóbal de Trabancos. Un kilómetro hasta la divisoria de aguas, desde donde se contemplaba el amplio valle del Zapardiel –una llanura casi infinita- y seis más hasta Mamblas. Habíamos terminado nuestra excursión por la Moraña cuyo objetivo principal fue Fontiveros.

Fontiveros, en la Moraña

Hay en Castilla la Vieja, provincia de las más nobles de España, una villa, cuyo nombre es Hontiveros, o como antiguamente decían nuestros mayores, Fontiveros. Está fundada en una llanura, fresca, y amena, arroyada por todas partes con muchos manantiales que la fertilizan y hermosean.

(Jerónimo de San José, 1587-1654)

Teníamos que pasar por Fontiveros. Habíamos recorrido en anteriores excursiones buena parte de los cauces de los ríos Zapardiel y Trabancos, sin llegar a esta localidad. También habíamos llegado hasta Arévalo, Madrigal y sus alrededores, pero no habíamos rodado por Fontiveros, patria chica del Poeta de los poetas, del místico por excelencia, de Juan de Yepes o San Juan de la Cruz. Así que planeamos una excursión que, necesariamente, tuviera  que cruzar por esta villa.

Esto es el Zapardiel

Salimos de Mamblas. El día estaba gris. Un fuerte viento procedente del suroeste casi nos impedía rodar. Pero las nubes nos pasaban por encima sin descargar, cosa que hacían más al norte, detrás de nosotros. Al menos no nos mojamos. Tampoco estaba mojado el cauce del Zapardiel, convertido en una lengua de arena seca acompañada de algunos álamos. Al fondo, los suaves contornos de las mamblas, topónimo en el que se apoya el pueblo.

Siguiendo el Zapardiel llegamos a las ruinas del molino de Torralba, después a la alquería que aún conserva casas, establos y una iglesia o ermita. También los restos de una pared de lo que fue torre de un castillo, buen lugar para contemplar el paisaje de los alrededores y la amplia curva del río que en otros tiempos inundara praderas dedicadas a pastos. Algunos árboles solitarios se aprovechan de la poca humedad que queda en el subsuelo. Al este, una torre blanca –pero moderna- se eleva en un punto más alto aun que el que ocupan los restos del castillo.

Vega del Zapardiel en Torralba

Luchando contra el viento y contra el barro del camino cruzamos tierras inhóspitas, rodeados en la lejanía por las torres de las iglesias de Cabezas de Poza, Bernuy de Zapardiel o Cantiveros. Menos mal que al fondo se eleva la sierra de Ávila, que invita a pensar que no toda la tierra es llana.

Así, en medio de tanta dureza, nos sentimos atraídos por las casas y arboleda de Cantiveros y, ya dentro de la localidad, por el ábside mudéjar de la iglesia de San Miguel. En su lado norte, se agolpan las viejas cruces de hierro del antiguo cementerio que, a su modo, nos cuentan parte de la historia de este pueblo castellano. Luego, ya de salida,  nos acercamos a la Cruz del Reto, erigida en recuerdo de 60 caballeros abulenses que murieron fritos (en el doble sentido de la palabra) a manos del rey Alfonso I de Aragón. Pero eso es otra historia –o leyenda- que no vamos a resumir ahora…

En el cementerio viejo de Cantiveros

El caso es que entramos en Fontiveros precisamente por la calle de Cantiveros, donde pared con pared del Monasterio de Madre de Dios, tenían [los Yepes] un telarcillo y, sobre todo en las mañanas de invierno, de esas que levanta la niebla y queda un día soleado y con aire como azulenco, y que son tan silenciosas que hasta se oyen las pisadas de los que pasan por la calle, como en las noches de hielo, se sentía el telarcillo: trac-trac-trac, trac-trac-trac; y los vecinos o los que iban por allí decían:

-Desde que amanece Dios, está ahí dándole la Catalina [o sea, la madre de Juan]

San Juan en su pueblo

El caso es que cuando entramos nosotros y pasamos junto a su casa, hoy iglesia, no era una mañana así, como describe Jiménez Lozano, pero lo cierto es que no había un alma por la calle. La casa –la iglesia- estaba cerrada y las almas estaban en el centro, y más en concreto por la calle Cántico Espiritual y aledañas. Por eso se podía escuchar -¿o era nuestra imaginación?- el lejano triquitraque del telarcillo…

Así que llegamos a la plaza de San Juan de la Cruz, donde el Santo tiene su conocida estatua. Fue bonito ver que a los pies los ramos de flores se multiplicaban, dando a entender que aun en este mundo nuestro actual, lleno de prisa y falto a veces de valor, el Poeta es apreciado y querido por muchos. Tal vez, entonces, algo nos salvará. En el frontis del pedestal, un águila de bronce, símbolo de la orden carmelita que nos recuerda el lance: volé tan alto tan alto /que le di a la caza alcance.

Fuente Dos; detrás, ermita de Santa Ana

Fontiveros. Está claro el significado de la primera parte. Fuente, manantiales. Y así es. Hay una fuente que, siendo única por su aspecto, se denomina fuente Dos, cuyos dos caños surgen bajo un llamativo arco. Y luego los innumerables chorrillos, hasta tres que alimentan otros tantos lavaderos, y alguno que mana a su aire. ¿Y qué más? Si preguntamos a Juan chico nos hablaría, entre otras muchísimas cosas, de las torrenteras, el río , los regatos, las lagunas, los lavajos, los manantiales, las fuentes, los caños, los pinares, las alamedas, los almendrales, las olmedas, las choperas, las pobedas, los encinares, los robledales, los trigales, los cebadales, los centenos, los garrobales, los barbechos, los guisantales, los garbanzales, los senderos, los puentes , los pasos, los vados, los zanjones, lo llano, la niebla, el rocío, la montaña que se ve lejos y hace así alabeando…  O eso nos cuenta, también, por pluma de Jiménez Lozano.

Con tanto manantial, arroyo o fuente como entonces había, entendemos mejor los versos de San Juan:

¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!

Hoy las cosas han cambiado: demasiados arroyos, ríos y lavajos secos… En fin, contemplamos el palacio de don Jerónimo Gómez de Sandoval, la ermita de los Mártires, la sencilla ermita de Santa Ana y la inmensa iglesia de san Cipriano, con una gran cruz frente a su puerta y nos vamos. Volvemos a lo natural y llueve de cara. Nos enfrentamos a un fuerte viento. Pero nos preocupa más el misterioso significado de iveros, que también estaba oculto en Cantiveros y, de otra forma más breve, en Rasueros.

Continuaremos en la próxima entrada, que todavía queda. Aquí podéis ver el recorrido completo.

El lomo, los ataquines y los charcos del Trabancos

Toda la noche lloviendo. Los caminos -aun los de grava y arena- estaban casi impracticables, pues las cubiertas se hundían y costaba el triple de esfuerzo dar pedales. Encima, una nube con los rebordes bien negros se acercaba en directo, de frente. Y, efectivamente, descargó. Pero fue durante unos minutos y, a partir de ese momento, salió el sol y así se mantuvo –con sus más y sus menos, sus nubes y claros- hasta el fin de la excursión, en que volvió a amenazar lluvia. Pero ya deba igual.

Junto a las canteras

Lugar elegido: Nava del Rey, pues en la arena pantanosa de sus caminos sólo se hundían las ruedas, no había barro que se pegara hasta impedirles girar. Tomamos el camino del monte de la Cuadrada que nos fue llevando por suaves cuestas hasta las abandonadas canteras de  silicato de alúmina, lugar donde salió el sol. Vimos avutardas –solitarias o emparejadas-, aguiluchos, milanos… y todo tipo de pájaros terreros, sobre todo a partir de la puesta en escena del sol, que lo cambió todo en un pispás. No obstante, hacia Medina estaba lloviendo. En el horizonte contrario destacaban las torres de Alaejos y Torrecilla de la Orden.

Al pie de la suave cuesta del Lomo

Bajamos a un valle mojado y verde tras la Cuadrada y volvimos a subir hacia la llanura para acometer enseguida la cuesta del Lomo, que hace honor a su nombre, y seguramente el punto más alto de toda la excursión (780 m). Bajamos para cruzar un pinarillo y nos plantamos en las estribaciones de los ataquines.

Los ataquines. Casi hay que imaginarlos

Ojo, nada que ver con la localidad de Ataquines. O sí, bastante que ver, pues de la misma manera que aquella cuenta con cinco hermosos ataquines ahora pasamos junto a tres. ¿Y qué es un ataquín? Pues la toponimia te dice que tres o más montículos situados más o menos en fila. Ahora bien, los de hoy –hay que reconocerlo- son más bien tres suaves cuestas alomadas, colocadas en fila, eso sí, que levantan muy poco –unos 15 o 20 metros- del resto del paisaje circundante. Tal vez hace muchos años eran más esbeltos y reconocibles; seguramente la erosión -del arado, sobre todo- ha hecho su trabajo. No sé de otros ataquines en nuestras comarcas, ni sé de donde viene o qué quiere significar la palabra, pero las elevaciones del terreno suelen tomar el nombre de lo que representa su forma… (¿pequeños tacos o tacones?) Pues ahí están, a unos dos kilómetros de Carpio y apuntando a esta localidad.

Cantarrén

Cerca, está el lavajo de Cantarrén, que tiene agua y un pequeño prado que le rodea;  paramos un momento a verlo, pues tenía un poco de agua.

No llegamos a Carpio, pero rodeamos los ataquines para verlos también por su lado oeste. La verdad es que hay que hacer un pequeño esfuerzo para apreciarlos. Después de comprobar que los lavajos del Hijo y de la Sartén están sin agua, bajamos al Trabancos por el pequeño valle que forma el arroyo del Prado Tabera. Los chopos y sauces estaban estrenando su hoja anual; los álamos aún aparecían desnudos. La hierba brillaba al sol, todavía con multitud de gotas de agua en las afiladas hojas. El Trabancos tenía charcos pero el agua no corría. Todo primaveral, a pesar de que el río murió hace muchos años, y no precisamente de viejo.

Agua estancada en el cauce del TRabancos. Hasta parece un río.

Cruzamos Castrejón y luego bordeamos el prado de la Villa, donde pastaba ganado vacuno. El camino se nos acabó al llegar a la solitaria casa de Valdefuentes, pero cerca nos subimos al caballón del cauce para rodar por su cima. Paramos un poco en una caseta con pilones no lejos del vado de Valdefuentes y seguimos unas veces por el cauce, otras por el caballón.

La vega del molino del puente

Parecía un río con sus riberas y sus prados pero faltaba lo más importante: el agua. El Torrejón nos dejó  ver su gran ojo, entre ruinas. Pasamos junto a la villa Moro Cobos, cuyas ventanas, que dominan una preciosa vega, han sido arrasadas por vándalos, sin llegar dentro de la casa que aun conserva un aire de la familia.  Al fin, llegamos al molino del puente de la carretera Alaejos-Nava en cuyas inmediaciones pastan vacas.

No salimos del cauce en la cañada de Herreros, que ofrece hermosas vistas al valle del Trabancos e incluso más allá, hacia Alaejos y Torrecilla. Los campos, exuberantes y relucientes por el agua y por el sol. Giramos hacia el pico Zarcero, que acoge a la ermita de la Patrona de Nava y, ya cuesta abajo, nos presentamos en Nava del Rey. Fin.

Aquí, el trayecto seguido, de unos 45 k.

Cambio de tercio

Definitivamente, quedó atrás el verano. Aún vendrán días templados, incluso calurosos cuando el sol esté en lo más alto. Pero la estación de la canícula pasó. Buena prueba de ello es el paseo que dimos ayer. Buen tiempo, agradable, ventarrón del norte, pero… los caminos estaban empapados. Sólo fueron 30 km por tierras –o más bien por arenas- de Serrada, La Seca y Rodilana, pero al final de la excursión parece que habíamos recorrido casi 70 km.

¿Razón? Pues que los caminos estaban empapados, las ruedas se hundían y costaba el doble –por lo menos- avanzar. En verano se vuela por caminos y campos duros. En otoño, verano y primavera, los terrenos están, si no empapados como ayer era el caso, húmedos, y las cubiertas de las ruedas tienen cierta querencia por la humedad, les atrae, les impide rodar con soltura. Aún no se han inventado cubiertas que repelan humedad.

Y es que había estado lloviendo toda la noche. Lo sufrimos al amanecer.

Claro que hay más cambios, pero esos ya no afectan tanto al ciclista, al exterior del ciclista, quiero decir.

Los árboles comienzan a perder su verde más o menos brillante. La hoja se va volviendo mortecina, lacia, apagada. Los chopos empiezan tímidamente a amarillear. Las cepas de Verdejo (mayoría en esta zona) están verdes, no así las de Tempranillo, que van adquiriendo ese matiz burdeos tan elegante y atractivo.

En las  rastrojeras pendientes de levantar  se ha instalado una hierba viva y fina, y las cañas de cereal se pudren.

Los rosales silvestres están repletos de un fruto rojo brillante, al igual que el espino albar, pero el fruto de éste es más obscuro, tirando a granate. Muchos endrinos muestran sus elegantes frutos de azul negruzco. En los majuelos aún quedan uvas, al igual que en las higueras, almendros, nogales… Las bellotas se encuentran limpias y brillantes en la encina o en el roble, a punto de caer.

En este tiempo casi ha desaparecido el color de las flores, salvo el azul de las quitameriendas en las cañadas y el amarillo de las picris o parracas en los perdidos y cunetas.

Pero vuelven las setas. Vi muy pocas ayer, aunque algunas se han adelantado y con las primeras lluvias han extendido su sombrerillo sobre la tamuja o el prado.

Y todo está más limpio por efecto de la lluvia: los troncos de los árboles, las piedras del campo, la tierra misma. Hasta el aire ha perdido el esa bruma que produce el polvo en suspensión y el cielo se ve más azul, las nubes más blancas y el horizonte más claro.

Es el otoño, antesala del invierno. Los huesos y músculos del ciclista también lo notan y nos dicen que hagamos menos kilómetros. ¿Les hacemos caso?