Estábamos a la expectativa de cómo amaneciera la jornada: debido a que la semana transcurría metida en nieblas, pensábamos que así seguiría. Pero no. La niebla levantó pronto y se mostró un cielo cubierto. Por un lado bien, comenzaríamos a rodar con visibilidad, y por otro mal: adiós al suave sol de la tarde…
Pero ni una cosa ni otra. A primera hora de la tarde, cuando acompañábamos al Sequillo por su ribera, salió el sol; aunque con cierta timidez y por poco tiempo, pudimos disfrutar de todos los rojos, ocres, amarillos y verdes de la ribera, según las especies de mimbreras, chopos, álamos o fresnos. Además, la hierba lucía de un verde brillante -gracias a las gotitas de rocío- y llamativo. En ese momento, el sol también nos ayudó a valorar el paisaje más lejano: el perfil de Villabrágima, con las torres de Santa María y San Ginés; los palomares y alamedas perdidos en las lomas de Tierra de Campos; los cerros de Santa Cristina y del Castillo de Tordehumos en el horizonte; la línea del páramo de los Torozos…
La primera parte discurrió entre los montes Morejón, Herrero, Curto y Carvajal. O sea, por el monte más denso y perdido de lo que queda de aquellos montes de Torozos. Encinas y quegigos altos y corpulentos -si bien ahora los robles están esqueléticos, sin hoja-, jarales, romerales y todo tipo de maleza que se hace fuerte en un lugar en el que no parece haber tierra en el suelo, sino sólo piedra caliza trabajada por los elementos. De hecho buena parte de los caminos tienen el firme natural, de esta piedra. Inesperadamente un rayo de sol iluminaba los robles, sacándoles las tonalidades de su ocre mortecino, momento en el que se mostraba una estampa multicolor, pues no hay un amarilo-ocre igual en dos quejigos, que todos son diferentes. Pasamos junto a las casas de Herrero, del Monte Curto y del Monte Carbajal. Al lado de esta última, el páramo se acaba y nos asomamos a uno de los vallejos que lo unen con Tierra de Campos.
En la bajada, donde se encontrara la fuente del Montanero hay una sauceda y un endrinal con frutos maduros que darían para varios toneles de pacharán. Es otro de los muchos colores del otoño. De ahí nos fuimos al manantial de la Fuente Grande, que está tres o cuatro metros por debajo del nivel del suelo y hoy es un espacio abovedado en el que gotea el manantial entre las piedras que han dejado sin unir con cemento. Parece que el agua la sacan con ayuda de un motor.
Y como la fuente está junto a las llamativas y coloreadas cárcavas de un antiguo barrial en las laderas del cerro de Pajares, nos acercamos a verlo. Curioso.
Otro hito importante de la excursión fue la visita a la Fábrica la Confianza, cerca de Tordehumos, que aprovechó la fuerza de las aguas del Sequillo a finales del siglo XIX y durante parte del XX. Hoy está totalmente arruinada por dentro, si bien por fuera conserva una imagen muy potente, de tres cuerpos y hasta cuatro plantas realizados en piedra caliza y ladrillo, con alguna concesión al barro. Una verdadera fortaleza inesperada en las riberas del Sequillo.
Cerca de la Fábrica, un sencillo puente con arco de medio punto en piedra caliza a prueba de bomba y de carros y carretas cargados de grano y harina, sobre un viejo Sequillo, hoy arroyo de los Hoyos.
Y a menos de un kilómetro de Tordehumos, lo que se llamó la fuente de los Hierros, que en realidad es un magnífico y singular pozo de anchura más que generosa y piedra de cantería en todo lo que se ve. Lo cierra una original reja artesana que sólo dejaba pasar la herrada para subir agua. De esta y de otra fuente en el otro extremo del pueblo se abasteció Tordehumos durante siglos, según nos dijeron.
En esta localidad tenemos en cerro del Castillo, verdadero mirador en Tierra de Campos. Pero no subimos a él, sino al cerro de Santa Cristina, mejor mirador aun, ya que –además de poseer 20 metros más de altura- muestra una gran visibilidad hacia el norte, la que le falta al primer cerro. Además, es prácticamente el único trozo de Torozos que ha quedado en la orilla derecha del Sequillo: no pudo con él. Lástima del día: más que Campos, se divisaban chaparrones aneblinados en el horizonte… La bajada también tuvo su aquél: a campo traviesa, tuvimos la oportunidad de ver las cárcavas rojizas en contraste con la tierra de la ladera cubierta de musgo verde.
Pero aun nos quedaba la vuelta en la que, además, empezó a llover suavemente. Recorrimos una parte de monte por la vereda de Tordehumos a la Espina. Y desde aquí, anocheciendo y sin luna, tomamos el valle del Bajoz: más monte de encina y quejigo, el embalse, el molino Nuevo y… ¡Castromonte!, donde nos dio tiempo –a la luz de las farolas- de contemplar algunas ventanas, dinteles, ventanucos, pozos de esta localidad esculpida en piedra de los Torozos.
Excursión de lo más completa en 56 km. He aquí el trayecto.