En el cerro de la Muela, en Portillo, permanecen las ruinas de dos chozos. Por el aspecto externo –frágiles, de pequeñas dimensiones, paredes rectas, entradas amplias – no parecen de pastor, sino más bien guardaviñas. Pero en los alrededores vemos restos de corralizas, en las que también hay vestigios de otros chozos. Sea como fuere, allí están para dar testimonio de otros tiempos en los que pastores y agricultores debían hacer largas jornadas –a veces seguidas- lejos de su casa y de su pueblo.
Hay un sendero señalizado que va desde Portillo a los chozos, por lo que no es difícil acceder a ellos. El lugar también ha cambiado desde que los chozos estuvieron en uso y ahora es un tupido monte de pinos. Antes estaría raso, destinado a pastos o bien a bacillares. Unos de los chozos se asoma por el mismo cerral tanto que lo han llamado mirador del Chozo. Pero la verdad es que aun en esto ha ganado el tiempo: ya no hay tal mirador o, si lo hubiere, sólo se puede ver un pino delante de nuestras narices. Ha ocurrido lo que en tantos cerrales de nuestros páramos: los pinos impiden ver el paisaje. Hay que buscar el hueco adecuado, que se encuentra con dificultad.
A todo esto, en lo profundo del intrincado y alejado bosque… ¡me sentí observado! Despacio, fui barriendo con la mirada la línea imaginaria del horizonte… hasta que vi dos cabezas de corzo con las orejas enhiestas y los ojos clavados en mí. En cuanto se dieron cuenta que los había descubierto salieron corriendo.
Otra cosa que me llamó la atención fue un grupo de robles quejigos muy jóvenes con las hojas recién salidas. Nunca había visto hojas tiernas de quejigo a primeros de abril, son árboles perezosos que echan sus hojas en mayo e incluso junio, y hasta ese momento muchos conservan las viejas. O estos son distintos o la primavera se ha adelantado como el almendro.
Llegué a la Muela desde Aldeamayor, pasando por el lugar del desaparecido molino de los Álamos: me desvié para ver lo que queda de éstos. También contemplé un antiguo horno de cerámica próximo al cementerio de Arrabal. Los caminos estaban húmedos por las recientes tormentas y las ruedas se pegaban un poco; costaba pedalear más de lo previsto.
Pude contemplar cerezos en flor y extensos campos de colza vestidos de amarillo. Las arenas del pinar también acogían las primeras flores, blancas, amarillas y azules. Hasta la fuente del Pilón parecía revivir, pues resbalaban por el caño unas gotas de agua. Ya bajo el dominio de Portillo, los caminos tenían abundante arena que pude salvar buscando el centro no rodado o las orillas del camino, donde la vegetación hacía como de capa aislante o protectora.
A la vuelta, después de pasar junto a los corrales del Comeso, el traicionero arroyo Bucianco casi me impide el paso, pues se había vuelto por sus fueros perdidos y se había adueñado del camino en el cruce. Menos mal que el agua no estaba fría: se había contagiado del día y parecía templada.
Aquí odéis ver el trayecto seguido.