Por las calzadas de la Moraña hasta el convento de Duruelo

Esta vez nuestro objetivo era doble: llegar al convento de Duruelo, primera fundación de san Juan de la Cruz, y al nacimiento del río Trabancos, en Narros del Castillo. En línea recta están a poco más de 5 km, lo que facilita la consecución de ambos a  la vez.

Partimos de El Ajo, población que se encuentra en la orilla del Trabancos en la que nunca habíamos estado, si bien habíamos pasado cerca hace casi tres meses. Por cierto, aquella vez encontramos una Moraña gris y triste. Hoy la hemos encontrado verde y un tanto animada, seguramente por la proximidad de la estación primaveral.

Río Trabancos

Cruzado el Trabancos, tomamos la vereda de la calzada romana. La verdad es que no sé si se debe a que la vereda va sobre una antigua calzada o si se dirige a ella. En todo caso, esto último es verdad, pues termina en Cantaracillo, por donde antiguamente cruzaba la vía romana de Salamanca a Ávila, antigua Abula romana. La vereda va siguiendo el peculiar arroyo del Migarnal, que mantiene una estrecha franja de hierba, lo indispensable para alimentación del ganado.

La vereda sortea la alquería de la Cruz y cae al valle del río Regamón. Pero nosotros nos quedamos antes, en las ruinas del denominado Torreón, cuyo lugar se conoce como alto de los Castillos, desde el que se domina una extensa llanura en la que destacan varias decenas de pueblos, o sea, una inmensidad, tanto al este como al oeste. Da toda la impresión de que esto fue frontera entre Castilla y León, lugar estratégico para una torre de vigilancia de cualquiera de los dos reinos. Y seguramente estuvo, según los tiempos, en manos de ambos. En la vega del río pasta ganado vacuno; en otros tiempos hubo una ermita –de San Salvador- y tal vez un poblado. Hoy queda la fuente.

En el Torreón. Al fondo, Peñaranda de Bracamonte

Rodamos hacia el sur y caemos al arroyo de las Regueras, que también mantiene prados. Un arenal nos hace aflojar el paso pero encontramos enseguida tierra firme y, en la rasante, sobresale la torre de la iglesia de la Asunción en Gimialcón, a donde llegamos. No hay mucho que destacar por aquí, salvo una elegante portada de un palacio en la plaza de la iglesia y el ábside y torre de ésta. Por cierto, el arranque de la torre, en calicanto, parece más parte de una muralla que de un edificio religioso.

Seguimos hacia el sur saliendo por la laguna, cruzamos la autovía por las Bragas –eso es, las Vargas- para salir a la vía del ferrocarril, donde en otro tiempo hubo una estación.

Valle del río Almar

Y después de cruzar algunos campos de labor, el paisaje cambia. Ahora vemos más en profundidad la sierra de Ávila –que siempre la hemos tenido al fondo, al sur- y un bosque de corpulentas encinas se extiende por la ladera cae a la vega del río Almar. Ya hemos cambiado también de comarca.

¡Qué agradable bajada! Termina en el convento de Duruelo que, como hemos dicho, es la primera fundación de fray Juan de Santo Matía, que aquí se cambió el nombre por el de fray Juan de la Cruz y así empezar de nuevo en el Carmelo reformado. Nos cuenta Jiménez Lozano

…que a fray Juan le gustó el sitio y que encontró también la casa muy apropiada en cuanto la enjalbegaron un poco, la barrieron bien, sacaron brillo al suelo de madera del desván y dieron lustre al suelo de barro de la parte baja… Así que fray Juan se sintió muy a gusto allí enseguida, porque a lo mejor le recordaba su casa de Fontiveros. O seguro que se la recordaba…

Encinas, fuente, regato. Perfecto paisaje para la vida contemplativa. En estos solitarios campos, alejado del mundanal ruido debió ser feliz, pero le duró poco, pues enseguida tuvo que moverse hacia otros lugares más poblados. De hecho este lugar o lugarejo, como le llamaba santa Teresa, estaba tan perdido que la Santa no acertó a dar con él cuando vino a por primera vez, en 1567. Hoy sigue siendo una alquería, si bien mantiene el convento de carmelitas descalzas en el que podemos contemplar una estatua de la Santa en el jardín y otra del Santo en el centro de la plaza. Y la fuente de san Juan a 300 metros al este. 

Duruelo

Tenemos que cruzar el río para subir por la ladera norte hacia Narros. El camino nos lleva por un vado, no hay puente, es un río intermitente. Pero ahora lleva agua, así que no tenemos más remedio que vadearlo mojándonos los pies, ya vayamos caminando o en bici. Después de cruzar praderas y alamedas, subimos por una ladera de corpulentas encinas. Detrás de nosotros, el río Almar y la sierra. Delante, un paisaje raso.

Por el momento, dejamos la narración. Seguiremos en la próxima entrada. El trayecto completo puede verse aquí.

Pueblos y despoblados entre el Zapardiel y el Trabancos

(Es continuación de la entrada anterior)

De Fontiveros bajamos a Rivilla de Barajas, en un alto sobre el valle del Zapardiel. Claramente estamos más cerca de la sierra, que ha agrandado su tamaño. Aquí reina de nuevo el ladrillo mudéjar. La iglesia de la Magdalena -¿cuánto durará?- y otras muchas construcciones de la localidad así nos lo dicen. Pero saben que tal vez lo más importante sea el paisaje del Zapardiel regando praderíos, y por eso alguien puso un mirador en dirección a la vega, con la sierra de telonera. Bajamos al río y ¡oh milagro! el vado tiene una lámina de agua que cruzan sin problema nuestras bicis. En la otra orilla, el Zapardiel recibe al arroyo del Molinillo, que se represa en un pequeño embalse de forma redonda. Y por la vera del arroyo nos alejamos hacia el sur.

El Zapardiel y, al fondo, Rivilla

Cruzamos la autovía y ¡otra sorpresa! terminamos ante los espectaculares restos de la antigua iglesia gótico mudéjar del despoblado de Castronuevo, que ya sólo conserva dos grandes pedazos de lo que fue: un muro que acaba en una espadaña de grandes proporciones en lo que fueron los pies, y el ábside con las pechinas de las que arrancan nerviaciones góticas que ahora terminan sin nada que sostener. Aun así, las ruinas impresionan y más que debieron impresionar allá por el siglo XV. Al otro lado del camino, una charca repleta de agua.

Castronuevo

Y un poco más al sur –ya no avanzaríamos más- el castillo de Castronuevo. Una valla metálica nos impidió acercarnos. Aun así, tienen un aire llamativo, distinto, original. El llano se hunde para acoger un foso del que se levanta un fuerte muro con una hilera de troneras. En el interior, el castillo propiamente dicho con tres torres en las esquinas.

Volvimos la espalda a la sierra para desandar lo rodado hasta las ruinas de la iglesia desde donde tomamos el camino hacia Muñosancho, que consistió en un continuo atravesar vegas y praderas de diferentes arroyos: Molinillo, las Capellanas, del Prado Hondo, Villalta, del Valle; todo esplendorosamente verde y con abundantes lavajos y charquillas. Poco se puede decir de esta pequeña localidad, salvo que nos llamaron la atención algunas casas de ladrillo mudéjar bien cuidadas. A la salida, en un recodo del camino que tomamos, dos viejas norias atestiguaban que aquí había huertas bien regadas.

En Flores

Un buen camino nos fue alejando del pueblo a la vez que nos elevaba hasta el punto más alto de la excursión, el pico Asomante, que señala la divisoria de aguas entre Zapardiel y Trabancos. Al fondo ya se podía ver Flores, pueblo relativamente extenso a juzgar por la calle Larga, que hubimos de atravesar casi entera. Nos paramos junto a la iglesia de Santa María del Castillo, de notable pórtico aprovechado esos días como portal de Belén. Después, visitamos la ermita del Santo Cristo.

 Bajamos hasta el Trabancos, que llevaba agua y tomamos nada menos que la Vereda de la Calzada Romana, que nos llevó, con un fortísimo viento de culo y pasando junto a el Ajo, hasta San Cristóbal de Trabancos. Un kilómetro hasta la divisoria de aguas, desde donde se contemplaba el amplio valle del Zapardiel –una llanura casi infinita- y seis más hasta Mamblas. Habíamos terminado nuestra excursión por la Moraña cuyo objetivo principal fue Fontiveros.

Fontiveros, en la Moraña

Hay en Castilla la Vieja, provincia de las más nobles de España, una villa, cuyo nombre es Hontiveros, o como antiguamente decían nuestros mayores, Fontiveros. Está fundada en una llanura, fresca, y amena, arroyada por todas partes con muchos manantiales que la fertilizan y hermosean.

(Jerónimo de San José, 1587-1654)

Teníamos que pasar por Fontiveros. Habíamos recorrido en anteriores excursiones buena parte de los cauces de los ríos Zapardiel y Trabancos, sin llegar a esta localidad. También habíamos llegado hasta Arévalo, Madrigal y sus alrededores, pero no habíamos rodado por Fontiveros, patria chica del Poeta de los poetas, del místico por excelencia, de Juan de Yepes o San Juan de la Cruz. Así que planeamos una excursión que, necesariamente, tuviera  que cruzar por esta villa.

Esto es el Zapardiel

Salimos de Mamblas. El día estaba gris. Un fuerte viento procedente del suroeste casi nos impedía rodar. Pero las nubes nos pasaban por encima sin descargar, cosa que hacían más al norte, detrás de nosotros. Al menos no nos mojamos. Tampoco estaba mojado el cauce del Zapardiel, convertido en una lengua de arena seca acompañada de algunos álamos. Al fondo, los suaves contornos de las mamblas, topónimo en el que se apoya el pueblo.

Siguiendo el Zapardiel llegamos a las ruinas del molino de Torralba, después a la alquería que aún conserva casas, establos y una iglesia o ermita. También los restos de una pared de lo que fue torre de un castillo, buen lugar para contemplar el paisaje de los alrededores y la amplia curva del río que en otros tiempos inundara praderas dedicadas a pastos. Algunos árboles solitarios se aprovechan de la poca humedad que queda en el subsuelo. Al este, una torre blanca –pero moderna- se eleva en un punto más alto aun que el que ocupan los restos del castillo.

Vega del Zapardiel en Torralba

Luchando contra el viento y contra el barro del camino cruzamos tierras inhóspitas, rodeados en la lejanía por las torres de las iglesias de Cabezas de Poza, Bernuy de Zapardiel o Cantiveros. Menos mal que al fondo se eleva la sierra de Ávila, que invita a pensar que no toda la tierra es llana.

Así, en medio de tanta dureza, nos sentimos atraídos por las casas y arboleda de Cantiveros y, ya dentro de la localidad, por el ábside mudéjar de la iglesia de San Miguel. En su lado norte, se agolpan las viejas cruces de hierro del antiguo cementerio que, a su modo, nos cuentan parte de la historia de este pueblo castellano. Luego, ya de salida,  nos acercamos a la Cruz del Reto, erigida en recuerdo de 60 caballeros abulenses que murieron fritos (en el doble sentido de la palabra) a manos del rey Alfonso I de Aragón. Pero eso es otra historia –o leyenda- que no vamos a resumir ahora…

En el cementerio viejo de Cantiveros

El caso es que entramos en Fontiveros precisamente por la calle de Cantiveros, donde pared con pared del Monasterio de Madre de Dios, tenían [los Yepes] un telarcillo y, sobre todo en las mañanas de invierno, de esas que levanta la niebla y queda un día soleado y con aire como azulenco, y que son tan silenciosas que hasta se oyen las pisadas de los que pasan por la calle, como en las noches de hielo, se sentía el telarcillo: trac-trac-trac, trac-trac-trac; y los vecinos o los que iban por allí decían:

-Desde que amanece Dios, está ahí dándole la Catalina [o sea, la madre de Juan]

San Juan en su pueblo

El caso es que cuando entramos nosotros y pasamos junto a su casa, hoy iglesia, no era una mañana así, como describe Jiménez Lozano, pero lo cierto es que no había un alma por la calle. La casa –la iglesia- estaba cerrada y las almas estaban en el centro, y más en concreto por la calle Cántico Espiritual y aledañas. Por eso se podía escuchar -¿o era nuestra imaginación?- el lejano triquitraque del telarcillo…

Así que llegamos a la plaza de San Juan de la Cruz, donde el Santo tiene su conocida estatua. Fue bonito ver que a los pies los ramos de flores se multiplicaban, dando a entender que aun en este mundo nuestro actual, lleno de prisa y falto a veces de valor, el Poeta es apreciado y querido por muchos. Tal vez, entonces, algo nos salvará. En el frontis del pedestal, un águila de bronce, símbolo de la orden carmelita que nos recuerda el lance: volé tan alto tan alto /que le di a la caza alcance.

Fuente Dos; detrás, ermita de Santa Ana

Fontiveros. Está claro el significado de la primera parte. Fuente, manantiales. Y así es. Hay una fuente que, siendo única por su aspecto, se denomina fuente Dos, cuyos dos caños surgen bajo un llamativo arco. Y luego los innumerables chorrillos, hasta tres que alimentan otros tantos lavaderos, y alguno que mana a su aire. ¿Y qué más? Si preguntamos a Juan chico nos hablaría, entre otras muchísimas cosas, de las torrenteras, el río , los regatos, las lagunas, los lavajos, los manantiales, las fuentes, los caños, los pinares, las alamedas, los almendrales, las olmedas, las choperas, las pobedas, los encinares, los robledales, los trigales, los cebadales, los centenos, los garrobales, los barbechos, los guisantales, los garbanzales, los senderos, los puentes , los pasos, los vados, los zanjones, lo llano, la niebla, el rocío, la montaña que se ve lejos y hace así alabeando…  O eso nos cuenta, también, por pluma de Jiménez Lozano.

Con tanto manantial, arroyo o fuente como entonces había, entendemos mejor los versos de San Juan:

¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!

Hoy las cosas han cambiado: demasiados arroyos, ríos y lavajos secos… En fin, contemplamos el palacio de don Jerónimo Gómez de Sandoval, la ermita de los Mártires, la sencilla ermita de Santa Ana y la inmensa iglesia de san Cipriano, con una gran cruz frente a su puerta y nos vamos. Volvemos a lo natural y llueve de cara. Nos enfrentamos a un fuerte viento. Pero nos preocupa más el misterioso significado de iveros, que también estaba oculto en Cantiveros y, de otra forma más breve, en Rasueros.

Continuaremos en la próxima entrada, que todavía queda. Aquí podéis ver el recorrido completo.

Jugando con la niebla en la Moraña

O más bien la niebla jugando con nosotros, pues nos perseguía de manera implacable hasta que conseguimos zafarnos de ella.

El valle -o más bien llanura- del Zapardiel se encuentra delimitado por las cuestas el Aire, los ataquines y las cuesta Gradera por el este; por el oeste no está muy claro, pues entre este río y el Trabancos se suceden llanuras, lomos y cuestecillas de poca monta. Pero el caso es que el pasado domingo toda esa llanura estaba invadida por una niebla densa y baja que parecía no querer levantarse. Habíamos pensando salir en bici desde Bobadilla del Campo pero fue imposible, no se veía nada. De manera que nos fuimos en busca de la cuesta Gradera y el pico Donvidas y allí lucía el sol. Salimos, pues, desde el cercano Sinlabajos.

En Fuente Pedro. Al fondo, la niebla y Donvidas

Y como en Donvidas lucía el sol, allá fuimos. Parece que la niebla nos vio y, al poco de llegar a esta localidad que se asienta entre dos colinas, allí se presentó. Entonces nos fuimos hacia Tornadizos metidos en la niebla y, justo al llegar, un amplio rayo de sol penetró en la niebla. Intentamos perseguirlo, pero nos dejó. Total, que continuamos hacia el este, ahora entre pinares de buenos negrales hasta que llegó un momento en el que se abrió un gran claro que, poco a poco, fue ganando terreno a la niebla. Ya cerca de Arévalo vimos cómo estábamos rodeados de niebla, pero no nos volvió a molestar a lo largo del día: el sol brillaba en lo alto y no pasamos frío en ningún momento.

Galgos y galgueros

Así que pudimos dar un amplio paseo (52 km) por la Moraña con un agradable sol de invierno. Nos encontramos numerosos galgueros con magníficos perros. Por lo que nos comentaron -y por lo que vimos- no les había ido mal. También vimos muchísimas perdices, abundantes avefrías y algunos patos. En las torres de las iglesias revoloteaban las palomas y asomaba alguna que otra cigüeña de las que se han quedado a pasar el invierno con nosotros.

Y la arquitectura mudéjar. Pasamos por Donvidas, Tornadizos, Palacios Rubios, Aldeaseca, Villanueva del Aceral… En todos ellos resaltaban los ábsides de sus iglesias mudéjares que parecen volar hacia el cielo, con sus arquerías ciegas y humilde ladrillo. Y la infinidad de detalles en ladrillo que pueden adornar al exterior las casas de esos mismos pueblos.

En fuente Rosa

Otra sorpresa fue la pequeñísima ermita de la Caminanta, como se conoce en Arévalo a la Virgen del Camino. Situada en un cruce de caminos, domina la entrada por el puente de Medina y es un excelente lugar para disfrutar de una vista de conjunto de la ciudad, sobre todo -como fue nuestro caso- si no vas a entrar en ella.

No podemos dejar de reseñar las distintas fuentes que vimos, algunas levantadas en agradables parajes. La primera por la que pasamos fue la fuente Pedro, que da origen a un prado con hierba brillante -brillante por las gotas de agua provenientes de la reciente helada- en el que culebrea un delicado arroyo. Curiosa sensación: un prado rodeado de tierras de labor, algunas en las que el arado ha metido la reja en tierra más de medio metro y, a su vez, rodeados por la niebla gris y amenazante pero bajo el dominio de la luz… como si estuviéramos en el Jardín de las Delicias, jardín castellano y austero, eso sí.

La Caminanta

También nos encontramos, sin esperarlo, con la fuente Rosa, cerca de Aldeaseca, que da sus aguas a la ahora inexistente laguna del Lavajuelo, enorme extensión de terreno con hierba seca. Se encuentra acompañada de una arboleda y sus aguas pasan a través de tres pilones. Ya en Sinlabajos, la fuente de los Caños, junto a la ermita del Cristo de los Remedios, tiene el aire de la fuente Rosa, si bien su frontis es una pequeña obra de arte mudéjar. Y el pozo de la Herrada, que da servicio a varios abrevaderos, debió ser importante para los antiguos rebaños. Hoy no se usa, como tampoco pastan las ovejas el prado en el que se encuentra.

Ermita en Sinlabajos

En fin, también pasamos por algunos lavajos secos, con las espadañas quemadas por el frío invernal, y por charcas en las afueras de los pueblos, donde abundan los patos domésticos. Lo demás eran campos de tierra o, por mejor decir, de arena, muy abundante en esta comarca. Y algún pinarillo, testigo de lo que debió abundar en otros tiempos. Al fondo, la sierra nevada proclamaba que estábamos bajo el reinado del Señor del Invierno; en el llano algunos charcos lucían tímidas carrancas.

Aquí tenéis el trayecto que realizamos.

De nuevo el Trabancos

Un río habitualmente seco tiene especial atractivo: por lo que fue y ya no es, porque es una contradicción en sí mismo, por la imagen tan triste –pero curiosa a la vez- que ofrece, porque nos avisa a los humanos de lo que nos puede ocurrir si vamos en contra de la naturaleza… por tantas cosas, en fin, que nos sugiere cuando a él nos acercamos.

Al poco de salir de Madrigal

De manera que nos fuimos de nuevo a pedalear un poco por el Trabancos, en esta ocasión por lo que podríamos considerar su curso medio: desde el límite de la provincia de Valladolid hasta Cebollas –hoy San Cristóbal- del Trabancos. Curiosamente esta localidad ha ganado en estética nominal, pero ha perdido el agua del río. Es como un símbolo de nuestra época. Sería triste que en este mundo de la imagen prefiriéramos la eufonía de los nombres a la realidad de las cosas. Pero es lo que hay.

Primer contacto

Salimos de Madrigal de las Altas Torres en dirección a la casa de Marazuela, para acceder desde allí al cauce de nuestro río. Antes de llegar cruzamos arroyos con álamos secos o esqueléticos, pinarillos, la cañada real leonesa y vimos también cazadores con galgos y lebreles. Un primer pinchazo nos avisó de que la excursión iba a ser abundante en abrojos. (Otoño + sequía = abrojos fuertes).

Imagen típica del tramo: un árbol muerto junto al río muerto

Los caminos habían cambiado y no llegamos  a la casa de Marazuela, pero sí al Trabancos después de cruzar un hermoso monte de encinas que mostraban las más variadas formas: retorcidas unas, más o menos erectas otras, olivadas o con gran copa. Algunas habían quedado aisladas en los campos de labor. Abajo estaba el lecho seco y arenoso, sin junqueras ni maleza, del río. Unos pocos chopos acompañados de álamos enanos. En la otra ribera, un monte de encinas. En las orillas del río, pozos cegados de antiguas norias. Conforme estábamos contemplando este paisaje tan bello como triste, un rebaño de ovejas avanzaba hacia nosotros pisando el fondo arenoso. La imagen bien podría titularse Paisaje lunar con rebaño.

Dejamos atrás las ruinas de las casas de los Arcos y de los Soportales, pasamos junto a la casa de los Caireles, en cuya trasera el rebaño abrevó, y nos dirigimos hacia el sur. Donde el mapa señala el monte Rabudo, que cuenta con algunas encinas, nos acercamos hasta un camino a muy poca distancia del cauce. Algunos enhiestos chopos nos saludan. Aquí la arena permite que broten unos humildes juncos, incluso alguien cultiva una huerta mínima, sobre el mismo cauce. Y conforme avanzamos, aumentan la grama y las junqueras y, en general, la maleza. Pero sin exagerar. También aparecen los primeros sauces.

A partir de aquí el progreso se nos hace costoso, pues las orillas del río ya no son ralas y duras, sino con abundante maleza y arena; y así va a ser prácticamente hasta San Cristóbal.

Encinas asomadas

Saltamos los restos de un viejo dique en calicanto y llegamos a un vado muy cerca del cual vemos una presa construida a conciencia, en piedra labrada y ladrillo mudéjar. El lugar es agradable, con arbolado y carrizo. Incluso hay un poco de agua estancada en el lecho del río. Por fin cruzamos el tributario arroyo Regamón y ponemos rumbo a Horcajo de las Torres. Un cazador con un par de perdices nos cuenta que, efectivamente, las presas que hemos visto se levantaron para alimentar de energía viejos molinos de los que no queda nada. Ni el nombre. ¡Qué poder el de la sequía!, piensa uno para sus adentros.

Presa

Horcajo es una localidad relativamente grande, con esa típica forma urbana de almendra, figurando en el centro y en alto, la iglesia. Alrededor las calles: unas suben hacia el templo y otras lo rodean. Aquí volvemos a cruzarnos con la cañada real leonesa que toma la dirección de Peñaranda.

Al poco de salir de Horcajo nos encontramos con un impresionante molino que conserva bien sus paredes externas, la balsa, dos bocines y cárcavos con bóvedas de medio punto. Hasta vemos restos de antiguas piedras de moler y el mapa señala su nombre: molino de Sayanes.

Restos de un molino en Rasueros

El cauce del Trabancos se ha estrechado y sigue acompañado de maleza y arbolado abundante, y sólo en algunas zonas quedan al descubierto arenales. Lo seguimos primero de lejos, cruzando una vieja laguna seca que tiene de acompañante una alameda raquítica, hasta que rodamos por un camino paralelo.

Entre el camino y el cauce descubrimos el arca en ladrillo mudéjar, resquebrajada, de la fuente Buena, seca, por supuesto. Pero el paisaje es precioso. Al otro lado del río, en el prado de Abajo, pastan las vacas.

El cauce da una curva para acercarse a Rasueros y vemos los restos de otro molino. No lejos, un palomar en ruina que conserva las trazas de lo que fue una hermosa construcción en ladrillo. Por algo estamos en la tierra del mudéjar. El río y su gran arboleda abrazan la localidad y nosotros subimos rodeando los cimientos de la iglesia, que son los mismos, según dicen, que sirvieron a la primitiva fortaleza que aquí tuvo el legendario conde y juez de Castilla Nuño Rasura, o sus descendientes. Si la fortaleza se hunde en la noche del olvido, hemos de reconocer que al menos la torre de la iglesia es realmente preciosa. Pocas como ella hemos contemplado.

Noria

De aquí nos vamos por la orilla del río –maleza, juncales, chopos- hasta cruzarnos con el camino que une el cementerio –orilla izquierda- con San Cristóbal del Trabancos –montículo de la orilla derecha. Al ir hacia la iglesia de San Cristóbal pasamos por otro cementerio, éste mínimo, viejo y recoleto.

Decidimos descansar un buen rato mientras hablamos con una amable cebollera sentados en un banco bajo el sol –envalentonado- del mediodía.

Mamblas al fondo

E iniciamos la vuelta poniendo rumbo a Mamblas, localidad por la que atraviesa el Zapardiel y que nos llevaba, por tanto, a cambiar de valle. Pero antes de llegar cambiamos una cámara de la bici que se encontraba atravesada –y no es exageración- por decenas de pinchos de abrojos. Después volvimos a rodar más pendientes del paisaje que de las ruedas, contemplando los cauces de dos ríos, Trabancos –al oeste- y Zapardiel –al este- perfectamente señalados por las alamedas o choperas que forman sus cortejos. De telonera, la Serrota.

Lavajo bastante seco

En Mamblas tomamos la calle de Madrigal que nos sacó del pueblo en la dirección adecuada. Pasamos por fuentes y lavajos bien secos y resecos. La tierra no tenía el típico color de la época: o amarillo por los rastrojos o marrón por la propia tierra algo húmeda; su tono era blanquecino debido a la composición arenosa y a la ausencia total de agua desde hace muchos meses.

Este último trayecto fue duro: muchos kilómetros en línea recta viendo la torre de la iglesia de San Nicolás con el viento en contra. Pero al fin llegamos. El sol seguía luciendo, lo que agradecimos como equilibrio al fresco aire del norte. Otro día nos acercaremos al nacimiento (?) de este río sin agua.

La Moraña desde el Zapardiel

La iglesia de Barromán desde el Zapardiel
La iglesia de Barromán desde el Zapardiel

Al sur de las tierras de Olmedo y Medina, ya en la provincia de Ávila, se extiende la Moraña, comarca más bien llana, dedicada sobre todo al cultivo del cereal que cuenta con algunos pinares. Hay dos localidades importantes y conocidas por razones históricas: Arévalo y Madrigal de las Altas Torres. Las demás, en su inmensa mayoría, tienen nombres que nunca hemos oído; es una comarca desconocida. Nosotros vamos a penetrar por la vía del Zapardiel, río al que, en su tramo final, conocemos bien.

La idea era llegar desde Salvador de Zapardiel, todavía en Valladolid, hasta el caserío de Torralba, a unos 24 km. El día no ayudó: comenzamos el trayecto con un viento frío y huracanado en contra, por más que venía del sur. Pero a los ciclistas nos pasa un poco lo que al toro, que se crece en el castigo, y pensamos que al menos, a la vuelta, volaríamos sin dar pedales, cuesta abajo, y por buenos caminos. Así que ¡a por el viento!

Crucero a la entrada de Salvador
Crucero a la entrada de Salvador

Prados, llanuras y pequeños pueblos

El camino al salir de Salvador se transformó en un prado extenso y llano, de hierba rala y húmeda en el que también crecían setas gracias a este invernal buen tiempo. Desde la colada Angosta, llegamos al cauce viejo del Zapardiel, convertido ahora en una agradable pradera. Así llegamos a San Esteban.

En este pequeño pueblo –que, entre otras cosas, posee una vieja fuente junto a una alameda y una torre militar utilizada luego como campanario- nos introdujimos (sic) en el cauce del Zapardiel. Es una zanja seca por completo. En el lecho nacen juncales y hierba. Mal que bien, se puede rodar. Llegando a Castellanos parece un cauce natural, pues dibuja curvas y nacen algunos árboles en la orilla. Desde aquí, adelantamos por la pista-carretera hasta la siguiente localidad.

Cerca de Castellanos
Cerca de Castellanos

En Barromán, si algo impresiona, es la iglesia. Increíble mole que en nada se diferencia de un castillo. Situada en el punto central y más alto del pueblo, parece una cruz o una torre sobre un montículo. Aquí, vuelve a renacer esa Castilla de las grandes iglesias con casas que, bajo ellas, recuerdan chabolas. En todo caso, Barromán es una bonita y aireada localidad. No parece tan olvidada como las otras por las que hemos pasado, al revés, ha conseguido montarse en el tren del tiempo…

Seguimos de cerca al Zapardiel

En la desembocadura del arroyo del Molino volvemos a introducirnos en el cauce del Zapardiel, pero enseguida subimos a uno de los caballones de la orilla, pues aquí el lecho es arena difícil de rodar, y no tenemos el motor de gasolina. Cerca de las riberas hay pinarillos, alguna alameda, restos de pozos… Como anécdota, en la orilla izquierda, durante tres o cuatro kilómetros alguien ha ido formando una línea dejando un caramelo cada dos o tres metros. Ya se ve que hay gente para todo. La figura de la inmensa iglesia no deja de acompañarnos desde atrás. Por delante, la iglesia de Bercial, que tampoco es moco de pavo; ¡menuda torre!

En la colada de Mamblas, saliendo de Bercial
En la colada de Mamblas, saliendo de Bercial

En Bercial el cauce mantiene agua estancada. Es una simple charca, sucia, acompañada de carrizo. El pueblo tiene estructura alargada, y lo atravesamos de punta a cabo. Al salir, no bajamos al cauce –sigue con arena abundante- y rodamos por la colada de Mamblas, que se transforma en una alfombra de hierba. De vez en cuando, algún chopo o álamo hacen esta vía más agradable. Va paralela al cauce durante casi tres kilómetros y finalmente sale a la carretera.

Estamos en Mamblas. Otra vez una enorme iglesia mudéjar. En el camposanto, los restos de otra. Tomamos el camino de Cisla. El Zapardiel va al este. A partir de Mamblas y ya hasta Torralba al menos, el cauce parece tomar un poco de vida, pues se encuentra acompañado de hileras de chopos y variada vegetación arbustiva. Incluso, cuando lo cruzamos, unos kilómetros antes de Torralba… ¡llevaba agua! La bici lo vadea sin problema.

Entre Mamblas y Torralba ¡lleva agua!
Entre Mamblas y Torralba ¡lleva agua!

Torralba, fin del agónico trayecto

Enseguida nos encontramos con las ruinas del molino de Torralba. Seguro que lleva muchos años ¿siglos tal vez? sin utilizarse. Sin embargo, la excelente calidad del ladrillo mudéjar ha hecho que podamos ver todavía los bocines, parte de la presa y los cárcavos. Y es que parece que se construyó a conciencia. Este ladrillo recuerda la piedra por su fortaleza y dureza.

Los bocines en la presa
Los bocines en la presa

El camino nos deja en Torralba, donde efectivamente vemos una torre blanca en lo más alto, que tiene pinta de palomar. También conserva las ruinas de un castillo, algunas casas, una ermita y establos para ovejas y otros ganados. Poco podemos decir del origen de este castillo; la finca pertenece al ayuntamiento de La Coruña.

Aquí parece que el Zapardiel lleva más agua. Desde luego, ha crecido en anchura. Pero hay que cruzarlo y… ¡glup! ¡plas! ¡zriiiisssssschchch! la bici cumple su función y sí que hay más agua: ¡pies mojados! Pero ahora ya nada importa, pues vamos a tener el viento de culo. ¡Qué descanso, ufff!

Torralba
Torralba

Media vuelta

De vuelta, empezamos volando pero… ¡ay! a mitad de camino, el viento amaina y la tarde se serena. Es igual, hemos aprovechado la mitad de la vuelta y en la otra mitad, al menos el viento no lo tenemos en contra, que de todo hay que alegrarse.

Cerca de Bercial contemplamos una preciosa estampa que dura casi 10 minutos: una liebre perseguida por dos galgos. Primero quiebra a los perseguidores en increíbles y zigzagueantes acelerones; luego recorre casi dos kilómetros en círculo, alrededor de nosotros, nos pasa a diez metros, y se aleja durante un kilómetro hasta que perdemos al grupo de vista. Ha ido sacando distancia a los galgos. Creo que los tres acabarán reventados. Sólo esta tierra llana nos puede ofrecer un espectáculo igual.

Agua en los campos, que no en el río
Agua en los campos, que no en el río

También vemos algunos bandos de avutardas, muchos de jilgueros y ¡por fin! avefrías: ¿es que ha entrado ya el invierno? No sé, hay algunos almendros en flor. Seguiremos esperando acontecimientos.

Algunas tierras están anegadas, otras han drenado bien. En el horizonte se recortan, hacia el oeste, las torres de Madrigal y de Moraleja de Matacabras; al este, los pueblos de Donvidas, Sinlabajos, Fuentes. Es una llanura que se va elevando suavemente.

En Salvador
En Salvador

Entramos en Salvador por una pradera inmensa, que es continuación de aquella otra por la que salimos, pues el mapa señala que por aquí pasó el viejo Zapardiel. La hierba brilla con el último sol de la tarde. Hemos llegado.

La ruta. Pinchar para verla en wikiloc
La ruta. Pinchar para verla en wikiloc