El Pisuerga y el Duero, con sus riberas, tienen mucho atractivo para el ciclista en verano. Sabes que, si hace calor en exceso, te lo puedes quitar del cuerpo con un baño y sabes también que vas a encontrar sombra fresca en su bosque de galería.
Así que salimos de Cabezón (Cabezón sur, que se encuentra incomunicado con el del norte por las obras del puente, si bien hubiéramos podido cruzar con las bicis a cuestas) por el antiguo camino de Valoria, que va (iba, mejor) entre el río y la falda más baja del páramo. El camino ha desaparecido en la mayor parte de este trayecto o bien se ha reducido, como en esta primera pare, a un simple sendero más adecuado para senderistas que para ciclistas.

Nos salimos del sendero para acercarnos a la presa de Aguilarejo, antiguas aceñas, por el límite de los sembrados de girasol y cereal con la ribera del río. Las ortigas nos azotaron, pero luego quedó ese picorcillo agradable para el resto del día. ¡Una odisea acercarnos hasta las aguas del Pisuerga: todo lleno de maleza! ¿Qué ha pasado? ¿Por qué antes no había tanta maleza? Por un doble motivo: ya no vienen pescadores por las orillas –no hay senderos como antes- y ya no hay crecidas tan grandes y duraderas como antes porque le sacamos demasiada agua al río. De hecho, aquí había antes mucha corriente y profundidad; no era difícil ahogarse. Ahora ni corriente ni profundidad de las aguas…

Bueno, al menos llegamos a la orilla y, con el agua hasta las rodillas, hasta la isla a la que hace 40 años se llegaba nadando. En fin.
Salimos de allí como pudimos atravesando de nuevo la Veguilla y acabamos dando un paseo – agradable y reconfortante como siempre- por el sendero de los cortados o peñas de Gozón, antigua localidad tal vez vaccea y en todo caso medieval y estratégicamente situada. A los pies, la vega de Aguilarejo e, invadiendo todo nuestro campo de visión, el amplio valle del Pisuerga. Contemplamos a las aves volar entre nuestros pies y el río, interesante sensación.

Seguimos el antiguo camino que bordea un campo de cártamo en flor, especie de cardo de cuya semilla se saca un aceite de consumo humano y un tipo de colorante. Pasamos bajo las vías del AVE –otra novedad-a San Martín, donde sigue cayéndose el castillo –esto no es ninguna novedad. Tomamos el camino de las bodegas, dejándolas a la derecha, en la ladera de yeso del alto de la Campana. A la izquierda, las ruinas de una vieja ermita.

Delante de nosotros, la ladera enorme y gris del páramo, formando el gran circo de Valdecelada que aumenta ante nosotros conforme nos vamos acercando. Tal vez hace unos decenios, casi todas las laderas, hoy cubiertas de pino carrasco, eran como ésta, desnudas, agrestes, con abundantes cárcavas que las iban derruyendo. El sol les daba de frente, sacándoles todos los colores y matices.

El camino gira hacia el este siguiendo el cauce del arroyo de Valdecelada. Dejamos a un lado el cabezo de las cuevas, bosquetes de encina y, al fin, el camino, casi perdido, sube hasta el páramo de Peralba y Valdeberrón, poblado de matas de encina y roble. Nos asomamos al cerral que da a la Granja San Andrés bajo la protección de un roble y buscamos el viejo camino de San Andrés a las Bodegas, que aprovechaba una suave ondulación en la ladera y que –¡oh novedad!- ha desaparecido, convertido en una auténtica torrentera. A pesar de todo, bajamos por ella hasta las tierras casi llanas del fondo del valle. No estaban sembradas, así que las atravesamos hundiendo en ellas de manera generosa nuestras ruedas. ¿Hace cuánto tiempo se holló por última vez este camino? ¿Alguien lo volverá a recorrer algún día? En mi interior, la sensación de estar haciendo algo único en este siglo…

El resto del recorrido no merece la pena comentarlo: vuelta a San Martín por el valle de Valvení, subida al páramo con posterior asomada desde los cortados de Cabezón, bajada por la vega del Regato, tramo de carretera, entrada en Cabezón por Valdelana. Fin. Unos 37 km cuyo trazado podéis ver aquí.