El día del Pilar lo celebramos con un paseo matutino por el este de los montes Torozos, o sea, por los montes de Mucientes y Villalba de los Alcores. Mira que uno ha rodado por ahí (casi) cientos de veces. Pero, nada, no te acostumbras. Esta vez, saliendo de Mucientes, llevamos a un buen grupo de amigos a rodar y respirar por los Torozos, y quedaron asombrados de todo lo que vieron: acercamiento por la Casa Negra; recorrido por el sendero entre robles que ahora forma la cañada de Valladolid; camino de Carraperalejo para descubrir la peculiar división de propiedades con hileras de encinas corpulentas, hasta las proximidades del pozo de Navalva; vuelta por el camino de Villalba a Cigales y, finalmente, descenso a Mucientes por el camino de Ampudia. ¡Todo un descubrimiento para los neófitos!
Eso sí, la sequía ya se notaba demasiado hasta en estos lugares del páramo en los que incluso en pleno verano hay abundante pasto verde. Todo estaba de un amarillo preocupante. Los robles, tan lentos en recibir el otoño, mostraban abundante hoja amarilla, cansada de soportar la falta de humedad… Arriba, los buitres volaban en círculo intentando descubrir comida y las urracas, grajos y ratoneros seguían, como siempre, a lo suyo. El bosque no nos dejó ver los molinos, algo es algo.
No sé si es la cabra de dos cuernos y dos ruedas o la que todo ciclista todo terreno lleva dentro, el caso es que hemos vuelto al monte, a los montes Torozos, escenario de la última excursión. El escenario –como siempre ocurre- había cambiado, pues después de un periodo de sequía, en el intervalo había llovido en abundancia y nevado un poco. Aunque todo estaba húmedo o mojado, las ruedas aguantaron bien y sólo estuvieron a punto de atascarse en una ocasión.
Ruinas de la casa de la Chinchilla
Igual que hace unos días, salimos de Mucientes. Pero esta vez por el camino de las Adoberas, para echar un vistazo a una antigua casa-cueva que aún conserva sus rasgos; como está cercada y no había nadie en esos momentos no sabemos cómo se mantienen por dentro. Si está igual que por fuera, estará fatal. Al lado, los cortes en la ladera nos dan a conocer los distintos matices de las estas tierras arcillosas y ponen de manifiesto que, efectivamente, aquí estaba la adobera del pueblo.
Parte del monte parece haberse roturado para labrantío
El siguiente tramo del camino –dirección La Mudarra- nos lleva por Barcilobos. Detrás, al sur, se levanta el inconfundible alto de Trasdelanzas y el industrioso valle del Pisuerga. Un poco más y estamos en el páramo, que cuenta ya aquí con algunas manchas de pequeños encinares. En lo profundo del páramo, los molinos gigantes están iluminados por el sol. Parece una buena señal y, efectivamente, el sol acabaría rasgando la alta capa nubosa.
Robles
Ya en el monte, descubrimos un sendero que nos llevó por la linde hasta la carretera de Mucientes-Villalba. Estaba guapo el monte, con abundante hojarasca entre la que descubrimos alguna seta, con restos –poquitos, a causa de la lluvia caída después- de la nevada de hace unos días en las zonas más umbrías, y con las hojas de encinas y robles relucientes a causa del agua caída.
Nos desviamos de la senda para acercarnos a la casa de la Chinchilla, muy cerca, en las tierras destinadas a sembrado. Se trata –o se trataba- de una buena casa de adobe, con pozo, estanque, caseta al lado y bien techada. Ahora en ruina, claro; se deja abrazar por una parra lo que le da un aire más decadente si cabe. No creo que tarde mucho en desaparecer por completo.
Entre las matas de encina no es fácil abrirse paso -y menos con una bici.
Cruzamos la carretera y seguimos por el monte. Después de una pequeña zona con matas de encina y abundante maleza, salimos a otra donde predominan los quejigos de buen porte. Todos de un matiz diferente que va del verde al pajizo pasando por el dorado más elegante. No hay dos robles del mismo color, diría que ni tan siquiera hay dos hojas iguales en un mismo roble. Unos tienen más hojas, incluso verdes; otros menos y algunos las han perdido casi todas. La hierba todavía está amarilla y seca por aquí. Habrá que esperar a que llueva más.
Laderas
Salimos a un buen camino que viene de Mucientes. Justo aquí vemos el chozo de la Laguna, grande, alto, relativamente bien conservado, de excelente piedra. No tiene forma cónica, sino cilíndrica. Nos vamos por ese camino en dirección contraria, hacia el norte y enseguida nos desviamos hacia el este para seguir disfrutando de los mejores robles. Cruzamos por El Moral, un sembrado amplio entre el monte de Torozos y cintas de montes más reducidos, nos asomamos al arroyo del Moral para contemplar una vez más el paisaje alomado propio de las estribaciones torozanas y al fin caemos en ese valle, entre robles y encinas enormes.
Camino de vuelta del monte
Tomamos un camino con toboganes gracias al que conectamos con el camino del Hornillo que, finalmente, nos deja en Mucientes, donde aún tenemos tiempo de pasear por sus calles y contemplar diversos detalles de la arquitectura tradicional…
Último día otoñal, antes de la llegada del frente que nos ha traído frío y lluvias. Corto paseo (34 km) por los montes Torozos entre Mucientes y Cigales. Especialmente grato por la buena temperatura, la luz y colores del otoño y la soledad. Ni labradores, ni pastores, ni ciclistas encontramos en este trayecto.
En Mucientes salimos por el barrio de bodegas para tomar la cañada de Valoria del Alcor. Enseguida pasamos por la fuente Mala, donde nace –o nacía- el arroyo de San Antón. Al lado hay un pequeño pico con un banco en el que alguna vez nos hemos sentado para contemplar el paisaje con Mucientes como centro.
Sembrado junto a los robles de la cañada (o al revés)
Seguimos entre viñedos y sembrados parando un momento en un sencillo guardaviñas restaurado. Por cierto, los bacillares conservan todavía abundantes racimos, de uva bien dulce, que no dejamos de probar.
Ascendemos suavemente por un vallejo abierto que la cañada aprovecha, si bien los robles y encinas se han aprovechado, a su vez, de la vía pecuaria para sobrevivir. El vallejo se abre en dos: la cañada sigue el más directo hacia el monte y nosotros tomamos un camino hacia el oeste por el que seguimos disfrutando de la orla de robles que mantienen las laderas… Pasamos junto a un viejo pozo que aún tiene agua y, poco antes de llegar al ras del páramo, vemos, ¡oh sorpresa!, un chozo de pastor.
El chozo
Pero es un chozo distinto a los demás. Tanto, que en toda la provincia no habíamos visto uno igual. Lo primero que nos llamó la atención fue la pared o fachada que enmarca la puerta de entrada, que ya delataba un chozo diferente, ni circular ni en falsa cúpula. Pero recordaba el grupo de chozos de la cañada real burgalesa en el Raso, entre Cubillas de Cerrato y Piña de Esgueva, si bien estos son de planta cuadrada o muy próxima, mientras que ésta forma una planta con los dos lados laterales mucho más largos que los de la portada y cierre. Y ello se debe a que en realidad el chozo es una construcción en bóveda de medio cañón, que parte del mismo suelo al menos en su parte de cierre y de un muro bajo en el lado de la portada (o eso me pareció). La parte final se ha derrumbado y la piedra puente que hace de dintel está a punto de ceder, pues se encuentra partida. Está parcialmente recubierto de tierra si bien cuando estuvo en uso debió de estarlo completamente.
Robles en los límites de los sembrados
Así es el chozo. Exteriormente se ve acompañado de un roble joven cuyas hojas se han vuelto doradas por la estación.
Continuamos por la ligera vaguada en la que se ha convertido el vallejo hasta que, finalmente, desaparece en el monte que aquí conserva abundantes robles con praderías sin maleza. Pero después de pasar por el caserío de la Cuesta, se torna en matas de roble muy cerradas, con abundantes arbustos.
Ya en el monte
Rozamos el monte de Villalba y el de Ampudia, y avistamos el Esquileo de Arriba. Pero acabamos en una zona cercana al caserío de la Barranca, ya en el término de Cigales, para reponer fuerzas gracias a unas latillas y a un excelente pan de Mucientes. Mientras, los robles exhiben sus gallaras y el sol acelera su caída para recordarnos que estamos en otoño.
Camino de la Barranca
Ya sólo nos queda dejarnos caer hacia Cigales. Pasamos por los pozos y manantiales del Tornillo, decimos adiós a los últimos y grandes robles y por el valle del arroyo Valcaliente llegamos a esa localidad. Se impone un parón en la iglesia, que se encuentra abierta.
Campos florecidos en otoño
Rodamos entre el teso Blanco y la carretera de Mucientes hasta que la cruzamos para subir por Piezabuena y contemplar vides casi centenarias hasta que, en lo más alto del cerrillo, nos pilla la puesta del sol, que recorta la silueta de un guardaviñas y algunos almendros que, a su manera, guardan el camino. Somos unos afortunados.
En Mucientes ya se ha puesto el sol, por lo que ahora sólo nos ofrece la silueta de las zarceras y de la iglesia sobre un fondo azul oscuro.
En Piezabuena
¡Grato paseo de una tarde de otoño! Aquí, la ruta seguida.
***
El término municipal de Mucientes cuenta con al menos cuatro cabañas de pastor que son únicas, verdaderas joyas pastoriles y etnográficas. Una de ellas, el chozo de Gaspar, es subterráneo, y cuenta con diversas dependencias. Otro chozo que está en el monte es cuadrangular –como el que hemos visto hoy- pero más pequeño y con cubierta a dos aguas, ya muy derruido. El chozo de la Laguna es el más alto, elegante y robusto de todos, en piedra que pretender ser de cantería y con forma de cilindro; se sitúa al sur del monte, ya en tierra de labor.
He andado muchos caminos,
he abierto muchas veredas;
he navegado en cien mares,
y atracado en cien riberas. (A .Machado)
Uno tiene la impresión de que ha recorrido todos los caminos de la provincia y alrededores, lo cual no es cierto, pues siempre se descubre alguno nuevo, no pisado ni rodado, al margen de que los caminos cambian con los tiempos, las estaciones del año, la luz, el clima… y nunca son los mismos; es muy difícil –por no decir imposible- cruzar dos veces el mismo camino.
Además, ya lo dijo el poeta, que no hay camino, que se hace camino al andar.
Todo lo anterior debería bastar para dejarse llevar por esos caminos de Dios, o bien para seguir la estrella –el objetivo- al margen del camino que se tome. Pero no es así, y con frecuencia buscamos caminos, nuevos caminos. Parece como si el ansia de novedades también llegara a estos paisajes milenarios, que no lo necesitan para nada. Pero nosotros vivimos en la ciudad y descansamos en el campo, y la línea separadora es a veces muy sutil.
Sea como fuere, en esta excursión que nos llevó a los Torozos orientales, descubrimos nuevos caminos. Algunos –como la subida a la Sobrepeña– porque los hicimos sin esperar encontrar ni tan siquiera un sendero. Descubrimos restos de explotaciones de yeso, paredes construidas en piedra que sostuvieron antiguos bancales y, ya arriba, las típicas viseras de caliza que vuelan sobre huecos y que tarde o temprano rodaran por la ladera del cerro. Y el paisaje sobre los vallejos del páramo: además de sembrados, algunas corralizas y chozos de tiempos en los que la ganadería era más importante que ahora.
Poco después de bajar de la Sobrepeña, tomamos un sendero inesperado que nos condujo entre encinas por la Sepultura, en el mismo cerral, contemplando el valle mientras rodábamos, para llegar a los corrales de Ramos y ahí sí, ahí tomar un camino bien rodado y bajar cómodamente hasta el arroyo de Valdeazadas.
Volvimos a subir al páramo para contemplar algunos corrales más y tomar el largo camino del corral de Bruno. Acabamos en Cubillas de Santa Marta, donde habíamos empezado subiendo a los Altares para contemplar el pueblo.
Mañana soleada de sábado, subimos al páramo de Villanubla por la vía del Tren Burra, dispuestos a pedalear un poco por los campos rasos de Ciguñuela, Wamba, Peñaflor y Villanubla. El día amaneció fresquito, pero el sol acabó por hacerlo agradable. A pesar del vientecillo se pedaleaba muy bien, pues era el primer día del año con el firme seco y duro, las ruedas no se pegaban al suelo y parecía que algunos hubiéramos recobrado fuerzas tras la covid. (Es que llevo fatal las ruedas de tacos en invierno).
La Nava de Peñaflor lucía de un verde intenso. Antes la presidían acacias y algunos almendros por el norte, ahora sólo resaltan en el horizonte esos enormes gigantes que son los molinos o aerogeneradores.
El monte de Peñaflor, pequeña isla de bosque relicto de Torozos entre las más grandes de la Espina y Mucientes, también lucía de un verde oscuro y elegante en el suelo, poblado de hierba y matorral, y en las encinas, con las hojas limpias por las recientes lluvias… Fue muy agradable rodar por la linde del bosque sobre las hojas crujientes de los robles… Uno de los ciclistas se trajo un dron, y lo aprovechó para hacer algunas tomas aéreas. Aquí puede verse una.
Del monte enmarañado pasamos a monte adehesado, con robles y encimas compartiendo suelo con sembrados de cereal.. El bosque está, en su mayor parte, cercado y el camino que discurre por la linde ha desaparecido; menos mal que aprovechamos una especie de pista abierta por vehículos agrícolas.
Sin esperarlo, levantamos un gran bando de avutardas: es la primera vez que lo veo por aquí, claramente estas aves están en expansión, como casi todas las de gran tamaño. Y al fin llegamos a la cañada Carralina, que en realidad es una vía merinera que se desgaja de la cañada Leonesa para poner rumbo a Simancas sin pasar por Valladolid y juntarse otra vez en Puente Duero, o bien seguir camino de Salamanca por Tordesillas.
Último punto digno de mencionar es la Casa del Francés, a pocos metros del monte pero aislada ya en campo abierto. Una pena; la última vez que pasamos por aquí –hace unos diez años- estaba en uso. Hoy está abandonada y no es más que un ligero resplandor de lo que fue. Aun así, destaca un original transformador-torre cilíndrico, en piedra caliza, que ahora sirve de refugio a las palomas. A sus pies, un pozo; al lado, una balsa sobre la que han crecido pimpollos y almendros. Las cuadras, de tierra roja, deshaciéndose con prisa para ser uno con el suelo. Una amplia bodega con bóveda de medio cañón y excelente factura, que se empieza a llenar de porquería; viviendas arruinadas; un cerco; abrevaderos… Y el piñonero enorme, que se ve casi desde cualquier punto del páramo.
Así se deshumaniza el campo sin ganar el paisaje. Son demasiadas las casas en las que hubo vida hace unos años…
Ya sé que no estamos en primavera, pero la salida del pasado fin de semana transcurrió bajo un clima primaveral: nubes y claros, viento racheado, alguna aguarradilla, temperatura suave… ¡Felices de disfrutar en agosto de una excursión tan fresquita!
Lo del agua fue debido, en buena parte, a que los primeros 16 km rodamos por la sirga del Canal de Castilla, con esas aguas que suavizan la dureza de Castilla y su Tierra de Campos. Es una cinta verde –y húmeda, claro- que adorna los campos secos y cansados del verano. Aquí hay abundancia de arbolado y muchas de las plantas se mantienen en floración, dando un toque multicolor al paisaje. Además, mientras sigues esta cinta no tienes que hacer esfuerzos por subir cuestas, en el Canal todo es llano.
Esclusa en el Soto de Albúrez
Y el páramo. Subimos por la fuente del Rey, bien conocida por otras excursiones. Intentamos explorar el cercado de la casa de Ramírez, enfrente: ¡imposible moverse a causa de la densidad de la maleza! Hay que venir expresamente preparado para ello, así que lo dejamos para otro momento mejor.
Palencia al fondo
Un poco más al norte descubrimos una fuente seca e intentamos rodar por un sendero que sigue el cerral. Pero es un sendero poco transitado, con demasiadas hierbas y arbustos, además de piedras sueltas de buen tamaño. Así que en parte lo conseguimos y en parte hicimos lo que pudimos. Vamos contemplando diversas vistas de la ciudad de Palencia y del amplio valle del río Carrión hasta que llegamos al vértice geodésico que señala el punto más alto del páramo a la vez que su extremo nordeste. Se llama Cascabotijas y está a 876 metros. Circulamos por el bocacerral y subimos a un camino del páramo cuando llegamos a zona conocida, ya rodada en otras excursiones. Pero a la altura de la fuente de Valdelarroñada, volvemos a explorar el bocacerral. Aquí el páramo ha sido bien aprovechado, y vemos las señales de grandes y antiguos bancales. La tierra es buena y hasta húmeda, según señala la abundancia de junqueras.
Tierra de Campos y el valle del Carrión
Llegamos a Autilla del Pino. Tengo sed y hay un perro enorme junto al caño de la fuente. Se quitará de ahí en cuanto llegue, pensé. Pues no. Aprieto el caño y se pone a beber del chorro, como si fuera él el amo y yo su criado. ¡Cosas veredes! Cuando se sacia y me deja, bebo yo. Se va sin decirme nada, ni un ladrido de agradecimiento o un lametón en la rodilla… ¡Ni los perros son los de antes!
Tres matas en la cañada
Salimos por el cementerio y a partir de aquí, todo es volar atravesando rastrojeras, perdidos y cañadas. Otras veces no me había en fijado en la valla de piedra, acompañada de encinas, que separa la cañada leonesa de las tierras de Font. En vez de bajar directamente por el primer barco al valle de San Juan, tomamos un camino desde el páramo que, tras 5 km cruzando por distintas vaguadas y colinas, nos dejó en el citado valle. Desde este punto a Dueñas había poco menos de 2 km.