Un Sayago inundado

Las aguas caídas del cielo no nos han dado tregua en diciembre, ni en noviembre, ni en buena parte de octubre. Los litros se acumulan en los metros cuadrados y la tierra no aguanta más, de manera que en esta excursión hemos visto un Sayago diferente, o sea, un paisaje donde predomina el color verde de pastos y arbustos y el agua, que se encuentra por todas partes.

Así, las cañadas y muchos caminos están literalmente inundados. Hemos podido comprobar que nuestras bicis son híbridas, tal cual ranas, pues rodaban relativamente bien sobre las láminas de agua de las praderas, por los charcos y lagunas, por las improvisadas riveras que se multiplicaban aprovechando el más ligero desnivel. Eso sí, a veces eran un poco tramposas y ocultaban imprevistas profundidades del camino y acababas clavado y, por tanto, parado. En esos momentos, echar pie a tierra significaba llevar en lo sucesivo los pies mojados y fresquitos. No hizo malo, pero tampoco estábamos en verano.

Por su parte, las auténticas riveras estaban desbocadas, si bien comenzaban a entrar en razón, o en cauce. Así, el agua de la rivera de Cadozos, en Villamor, había saltado por encima de todos los puentes dos días antes de que nosotros pasáramos. Algunas casas también habían sido asaltadas por las aguas. En otros lugares tuvimos suerte, pues encontramos puentes tradicionales con los que sorteamos diferentes encharcamientos.

Desde Bermillo, por la cañada Divisoria, nos acercamos a la fuente de Valdelasmayas: no manaba, si no que estaba, por supuesto, inundada, entrando el agua por todas partes y saliendo por donde le daba la gana. A su lado, una verdadera colección de abrevaderos y dornajos. Después, salimos al cordel de Almeida, que más que cordel era canal.

En Villamor pudimos contemplar diferentes fuentes y puentes de piedra, destacando el romano, por encima del cual había saltado el agua. La carretera nos llevó hasta la ermita de nuestra Señora de Gracia –el punto más alto del recorrido- para luego atravesar la idílica dehesa de Villardiegua. Su caserío tuvo una gran panadería, iglesia, charca, fuente… En realidad lo tuvo casi todo, pues se trata de un lugar lejano y aislado en la comarca de Sayago que era autosuficiente, al menos en todo lo elemental.

Otro punto a destacar fue la rivera de Salce, hasta donde suele llegar, si está en su nivel más alto, el embalse de Almendra. Ahora podía contemplarse –saltando el agua por encima- la pesquera del viejo molino. Descendimos hacia el Tormes por la rivera de Labayo, para poner rumbo a la ermita de la Santa Cruz o de Argusino, pueblo que fue absorbido por el embalse.

Todavía nos quedaba Villar del Buey, su ermita del Cristo del Humilladero y cruceros y otras construcciones populares. Tras pasar el regato de Trueca llegamos a Pasariegos y por la rivera del Cáñamo y sus puentes nos presentamos, al fin, de nuevo en Bermillo, donde nos entraron ganas de jugar a la pelota en el frontón de piedra. Pero en vez de eso, saludamos a un paciente burro atado en plena calle y nos fuimos a disfrutar de los últimos rayos de sol junto a los puentes de la rivera.

Y todo el trayecto lo hicimos entre campos verdes, encinas limpias, robles casi deshojados, charcas y fuentes desbordadas, y un campo hecho preciosos pedazos gracias a las innumerables cortinas. También tuvimos la suerte de contemplar algún chozo de pastor e incluso un cigoñal, especialidad que ya sólo se permite esta vieja y recóndita comarca del Sayago…

Aquí, el trayecto recorrido, de unos 52 km.

Febrero pasa

Y febrero sigue como empezó. Después de 20 días, se mantiene el anticiclón de las Azores, su sol y sus heladas. Y su ausencia de lluvia. Claro que podía ser peor, pues hemos conocido otros inviernos en los que Valladolid no veía el sol debido a las densas nieblas que en el valle del Duero provocaba el anticiclón; al menos esta vez disfrutamos de sol gracias al viento, aunque lo siento por los agricultores.

Tapia de una vieja ribera

Pero bueno, si llueve en un par de semanas todavía se salva la cosecha, pues la escarcha y el rocío han mantenido húmedo el suelo y la primera capa de tierra, a juzgar por la abundante hierba verde… De todas formas, así es Castilla, pues lleva siglos con este clima en el que en invierno y primavera puede llover o no llover. Forma parte de su esencia y de su austeridad.

En ningún momento la niebla llegó a asustar

Por eso, se puede salir a pasear sin miedo a la lluvia o a la niebla. Sobre todo por la tarde, el sol ha elevado la temperatura y su luz saca todos los colores al paisaje. Hay que aprovecharlo. Los páramos aparecen limpios y luminosos, y nos podemos refugiar en los pinares y riberas para sufrir un viento suavizado. Las cubiertas de nuestras bicis no se pegan terreno y se pedalea con menos esfuerzo.

En Puenteduero

A primeros de febrero comenzaron a florecer los almendros de los valles y en eso estamos. Los de parameras y campos tardarán un poco más. También ellos nos hacen los paseos más agradables. Igualmente tenemos en baldíos y cunetas otras flores amarillas que alegran matas y herbazales. Poco a poco, a su tiempo, irán llegando las demás.

Las alamedas tienen que esperar

Avanza el invierno hacia la primavera, pasa febrero y nosotros con él. Pero mejor que llueva pronto.

Tierras de Almanza, aguas del Cea

Las provincias son de ayer, aunque ese ayer pueda remontarse a la época romana. La naturaleza, el paisaje, son de siempre, o casi. La provincia de Valladolid a principios del siglo XIX estaba configurada de otra manera, y territorios como Benavente, Sanabria o Almanza pertenecían, entonces, a esta provincia Así que –por ampliar un poco nuestros paisajes habituales- nos fuimos esta vez a las tierras de Almanza y sus alrededores, como ya lo hicimos con Palenzuela o Rueda del Almirante en su momento.

El buen tiempo no nos acompañó. Estuvo jarreando al comienzo, después lloviznando y al final las nubes pararon de llorar pero no dejaron salir el sol. No importó mucho –no hacía frío- pero sin duda con sol hubiéramos rodado bastante mejor. Para colmo, muchos caminos estaban embarrados.

Nos encontramos cerca del alto Cea, que cruza por bosques de robles precisamente hasta la localidad de Cea. También son tierras de agua, pues uno de los términos por los que pasamos –el de Valdavida- tiene nada menos que 101 fuentes catalogadas. Curiosamente, por aquí se usa la palabra remanizaderos para designar el lugar donde el agua brota de manera esporádica en forma de charcos.

Las fuentes no sólo son abundantes, sino variadas. Una de las que más nos impresionó fue la de Fonsagrada: su nombre nos habla de propiedades excepcionales, que hoy seguramente se habrán perdido porque ya nadie viene buscando sus aguas. A su lado, curiosamente, mana Fonsagradita. Al menos muchas de ellas están limpias y cuidadas, lo que no es poco en estos tiempos que no corren muy limpios que digamos.

Poco después pasamos por las fuentes de la Rueda y del Brezal y llegamos a otro mágico lugar: la Majada del Pico, en cuyas praderas se levanta un viejo corral comunal todavía en buen estado. Pero lo mejor son los robles: muchos, preciosos, añosos, nudosos. Algunos poseen un nombre y una edad de muchos cientos de años. Tienen vida y parece que algo nos quieren decir a través de las formas de sus ramas y las oquedades de sus retorcidos troncos. Un maravilloso lugar para estar y contemplar.

El Pico es el lugar más alto al que llegamos en esta excursión. Desde aquí se divisa bien la mole de Peñacorada y desde aquí nos dirigimos a Almanza por un camino entre matas y robles de pequeños porte. Hay también tímidas flores amarillas, azules, rosáceas. Parece como si la primavera quisiera despertar; en el valle vimos abundantes cerezos en flor.

Y en este camino se bajada, ¡oh sorpresa! otra amplia majada con enormes y viejos robles. Naturalmente, dejamos las bicis y nos dimos un pequeño paseo a pie por el entorno para contemplar y hablar un poco con los robles. A pesar de ser tan viejos y grandes, también estaban despertando a la primavera con sus pequeñas y tiernas hojas. Ellos puedes equilibrar, como nadie, lo viejo y lo recién nacido.

Poco después, nos presentábamos –atravesando el puente de piedra- en la histórica ciudad de Almanza, con su castillo, viejas murallas y remozada torre. Hasta los reyes de León parecían estar presentes, y no sólo por las esculturas tamaño natural que pudimos ver en sus calles.

Un camino por campo abierto, a través del valle, nos llevó hasta el también viejo e histórico lugar de Castromudarra. No nos acercamos al monasterio de la Virgen de Yecla porque un aguacero se estaba formando al fondo y amenazaba venir a nuestro encuentro, de manera que por Villaverde de Arcayos y Villaselán llegamos a nuestro destino, Villamartín de don Sancho.

Aquí podéis ver el trayecto y aquí leer otra versión de la misma ruta según Durius Aquae

Ulaña, prima hermana de Amaya

Después de haber caminado junto a los paredones de la Peña Amaya, nos fuimos a almorzar a Fuenteodra y de allí salimos, primero, para ver las fuentes o nacimiento del río Odra. Y… ¡decepción: estaba todo seco!  Pero, aun así –como siempre- mereció la pena rodar, a tramos tirando de la burra, por los vericuetos que había modelado el agua a lo largo de milenios: cascada de Yeguamea (significativo nombre), Manapiles (donde mana y borbota el agua), pozos de los Aceites y del Corral. Esculturas preciosas pero secas, sin agua.

En Yeguamea

Estamos en un curioso paraíso llamado Las Loras, que son inmensas mesetas –unas muy largas, como Ulaña; otras en forma de típico cerro, como Amaya-  modeladas también por el agua, en caliza, cuyas laderas son farallones infranqueables y, por tanto, fáciles de defender. Las mesetas a veces forman pisos de varias alturas, a modo de tartas nupciales, otras veces no se trata de mesetas, sino de inmensas laderas adornadas de ciclópeos festones cuya piedra sube y baja como queriendo moverse… No es una comarca grande, pero las continuas cuestas, barrancos y laderas hace que se tarde bastante en recorrerla, ya sea en bici o andando. Quizá lo peor es que sólo se ve en todo su esplendor cuando abunda el agua, es decir, después de una buena época de lluvias. En los sitios donde no hay tanta piedra, abundan los bosques de pino o roble, y las praderas ralas son frecuentes en las cimas de las loras. Hermosa comarca en el límite norte de las provincias de Palencia y Burgos.

Al fondo, perfil de Ulaña desde las fuentes del Odra

De las fuentes del Odra nos fuimos tomando un camino de pura piedra por La Lorilla, protegidos al norte por un barrerón de farallones con alguna entrada y al sur por una loma que acabaría en otra barrera que no veíamos. Una carretera nos bajó a Humada, ya al pie de la peña Ulaña y siguiendo un camino entre prados, bosques de robles y sembrados, y bien a la vista de los enormes crestones e inmensas paredes que se levantaban por el sur, llegamos a San Miguel de Humada, preparados psicológicamente para la subida a pesar de las recientes vistas y de la excursión matutina.

San Miguel de Humada

Sufrimos un poco, a pesar de que Ulaña es casi cien metros más baja que Amaya. Los primeros 650 m fueron terribles, muy empinados pero a partir de la curva de 360 grados a la derecha la cosa se puso soportable. Arriba nos dimos un paseo a campo traviesa por bosques y praderías, sobre la superficie que soportaba el antiguo castro. Según cuentan los expertos, se trató del castro más grande no ya de España, sino de Europa. Efectivamente, la meseta superior mide del orden de 6 km de larga por 0,6 de ancha prácticamente inaccesible por sus formas naturales, a pesar de ello, los puntos relativamente vulnerables se habían levantado muros.

Crestones de Ulaña

Después de contemplar el paisaje, no nos aventuramos a bajar por sitio distinto al de la subida, y por ahí fuimos, cruzando un hermoso valle, hasta conectar con el portillo del Infierno, que nos sacó a la zona sur de la peña. Y, siempre subiendo, llegamos entre montes de roble a la pequeña localidad de Odrejón de Abajo.

Entre ésta y su homónima de Arriba contemplamos otra impresionante peña, ésta en forma de mota o cerro redondeado, de la misma altura que Ulaña pero de pequeñas dimensiones en su cima. Es la peña del Castillo, seguramente porque lo hubo, tal vez en la Edad Media.

En el portillo del Infierno

Y así llegamos a Congosto, pueblo perdido entre Ulaña y Amaya, en las orillas del Odra, cuando el sol ya anunciaba su caída y sin demasiados caminos claros hacia el norte, que era hacia donde nos dirigíamos. Para llegar a Villamartín de Villadiego -junto a la pared este de la Peña- teníamos dos opciones: o por Los Piscárdanos o por Valdearas. La primera opción nos llevaba siguiendo el mismo cauce del Odra, con sus vueltas y revueltas. Tal vez fuera la ruta más agradable, pero como no se trataba de arriesgar dado lo avanzado de la hora, nos inclinamos por la opción del monte de Valdearas. Nos costó un poco no perder el camino en la primera subida, un desnivel de 100 metros. Pero una vez alcanzado, el sendero se fue marcando hasta convertirse en un camino normal. Además, un vecino de Congosto nos dijo: la dirección la señala el lado derecho de la Peña, allí está Villadiego. Y allí llegamos, justo cuando el sol se ponía tras la Peña y sus últimos rayos iluminaban las paredes de la Ulaña. Poco después, estábamos en  Fuenteodra.

Aquí, el trayecto.

Peña del Castillo

Peregrinación a la Peña Amaya

No se trata de una peregrinación religiosa, ni tampoco laica, ni –mucho menos- administrativa. Se trata de una peregrinación profunda, a nuestras fuentes, a los orígenes de lo castellano e, incluso, de Castilla.

La Peña Amaya –o simplemente la Peña, como se la conoce en la comarca- se levanta tranquila, imponente, como una mole entre el llano y la montaña, entre lo que sería el territorio de Castilla y los campos de vascones, cántabros y astures. Se eleva como para divisar las inmensidades de la llanura; es un alto poyal, según el poema de Fernán González. También se levanta, en cierto sentido, humilde, por conocer las dimensiones de montañas mucho más elevadas al norte; conoce sus medidas, sus posibilidades. Si de cerca impresiona, no menos de lejos, por ejemplo desde la carretera Palencia-Santander (a unos 15 km) cerca de Herrera de Pisuerga, al contemplar toda su mole en relación al conjunto del paisaje.

Aproximación desde el actual pueblo de Amaya

Vascones y cántabros, luego romanos y visigodos, erigieron aquí una de sus ciudades importantes. Tanto que, al recorrer Tarik la península los años 711-712, consta que tomó Amaya por su importancia humana y valor estratégico.

Alfonso I de Asturias expulsa a los moros de Amaya y hacia el 860, se repuebla y nace el condado de Castilla con su primer conde, Rodrigo (comite regnante in Castella tanto para las fuentes cristianas como para las musulmanas). La cabeza –Caput Castellae– sería Amaya antes que Burgos, si bien se trasladó a ésta pocos años después.

El «Castillo» desde el despoblado de Amaya

Aquí sitúa –hasta donde se puede situar, claro-  Menéndez Pidal el origen del castellano, ese latín hablado por vascones, es decir, con la pronunciación vasca. De hecho, Amaya en vasco significa confín. Aquí los condes castellanos contemplaron la inmensidad de la meseta del Duero y, a las órdenes de los reyes de Oviedo se lanzaron a la reconquista. Primero fueron Carrión o Saldaña, más tarde Peñafiel o Aza, después Olmedo, Medina del Campo… O Toledo. Llegaron a Andalucía e incluso saltaron los mares. Desde esta Peña, bien podría decirse.

Desde la Peña, panorama hacia el norte

No sé qué tendrían en la sangre y en el alma aquellos primitivos vasco-cántabros-castellanos, pero se hicieron, culturalmente hablando, con medio mundo. Y no fue, precisamente, por la fuerza de las armas, que pudieron ayudar al principio; había más, mucho más, y de otro calibre. ¿Tuvo algo que ver el suelo que pisaron, el paisaje –horizontal y profundo- que contemplaron?

Por el sur de la Peña

Pues eso, un castellano que se precie debería conocer su Peña. Y allá que fuimos. La subimos a pie desde Amaya pueblo. La primera parada fue sobre los restos arqueológicos de la ciudad. Nada queda, salvo montones de piedra que en otro tiempo fueron casas, o calles, o ermitas, cubiertos de tierra y hierba. Y árboles secos y retorcidos acompañando tanta ruina. Cuentan que fue abandonada definitivamente en el siglo XIV. Demasiado queda para tantos siglos de olvido.

Aspecto de la pared

El siguiente paso fue el Castillo, en un imponente cerro entre el despoblado y la Peña. Lo subimos por un camino enyerbado cuyo firme seguramente se remonte a épocas muy antiguas, tal vez romanas. Del Castillo nada queda, salvo cuatro piedras y los hoyos de la bodega y del depósito del agua. Se mantienen las vistas, no muy diferentes a las de hace mil o dos mil años.

Horizontes

Y desde el Castillo recorrimos, por su lado sur y de oeste a este la Peña a través de un camino de cabras, bien protegido por paredes verticales en piedra caliza de diferentes formas y tonalidades, contemplando el paisaje inmenso que se abre hacia la meseta. Anduvimos kilómetros de pared infranqueable hasta que, en el extremo este, encontramos una estrecha canal por la que acceder a la cima. En el trayecto nos acompañaron buitres leonados, una pareja de alimoches, grajillas y alguna golondrina recién llegada. Aunque en las zonas sombreadas quedaban hielos de la noche anterior, los prados que cruzamos se encontraban esmaltados de florecillas.

Tanto en la cima como en el recorrido a lo largo de la Peña, pudimos contemplar lo mismo que contemplaron nuestros antepasados: un horizonte lleno de luz y la llanura –el mundo- que los estaba esperando a sus pies.

Puede verse una de las trochas seguidas, a media ladera

Bajamos forzando posibilidades y aprovechando la canal del arroyo Hongarrera. Con un poco más de caudal hubiera sido imposible tomar esta ruta. Mucha precaución se alguien baja por aquí.

Este fue el paseo matutino. Por la tarde subimos, esta vez en bici, a la cercana peña Ulaña, prima hermana de la Amaya. Pero lo contamos en la próxima entrada, que también tiene su aquel.

Este fue el recorrido.