El lomo, los ataquines y los charcos del Trabancos

Toda la noche lloviendo. Los caminos -aun los de grava y arena- estaban casi impracticables, pues las cubiertas se hundían y costaba el triple de esfuerzo dar pedales. Encima, una nube con los rebordes bien negros se acercaba en directo, de frente. Y, efectivamente, descargó. Pero fue durante unos minutos y, a partir de ese momento, salió el sol y así se mantuvo –con sus más y sus menos, sus nubes y claros- hasta el fin de la excursión, en que volvió a amenazar lluvia. Pero ya deba igual.

Junto a las canteras

Lugar elegido: Nava del Rey, pues en la arena pantanosa de sus caminos sólo se hundían las ruedas, no había barro que se pegara hasta impedirles girar. Tomamos el camino del monte de la Cuadrada que nos fue llevando por suaves cuestas hasta las abandonadas canteras de  silicato de alúmina, lugar donde salió el sol. Vimos avutardas –solitarias o emparejadas-, aguiluchos, milanos… y todo tipo de pájaros terreros, sobre todo a partir de la puesta en escena del sol, que lo cambió todo en un pispás. No obstante, hacia Medina estaba lloviendo. En el horizonte contrario destacaban las torres de Alaejos y Torrecilla de la Orden.

Al pie de la suave cuesta del Lomo

Bajamos a un valle mojado y verde tras la Cuadrada y volvimos a subir hacia la llanura para acometer enseguida la cuesta del Lomo, que hace honor a su nombre, y seguramente el punto más alto de toda la excursión (780 m). Bajamos para cruzar un pinarillo y nos plantamos en las estribaciones de los ataquines.

Los ataquines. Casi hay que imaginarlos

Ojo, nada que ver con la localidad de Ataquines. O sí, bastante que ver, pues de la misma manera que aquella cuenta con cinco hermosos ataquines ahora pasamos junto a tres. ¿Y qué es un ataquín? Pues la toponimia te dice que tres o más montículos situados más o menos en fila. Ahora bien, los de hoy –hay que reconocerlo- son más bien tres suaves cuestas alomadas, colocadas en fila, eso sí, que levantan muy poco –unos 15 o 20 metros- del resto del paisaje circundante. Tal vez hace muchos años eran más esbeltos y reconocibles; seguramente la erosión -del arado, sobre todo- ha hecho su trabajo. No sé de otros ataquines en nuestras comarcas, ni sé de donde viene o qué quiere significar la palabra, pero las elevaciones del terreno suelen tomar el nombre de lo que representa su forma… (¿pequeños tacos o tacones?) Pues ahí están, a unos dos kilómetros de Carpio y apuntando a esta localidad.

Cantarrén

Cerca, está el lavajo de Cantarrén, que tiene agua y un pequeño prado que le rodea;  paramos un momento a verlo, pues tenía un poco de agua.

No llegamos a Carpio, pero rodeamos los ataquines para verlos también por su lado oeste. La verdad es que hay que hacer un pequeño esfuerzo para apreciarlos. Después de comprobar que los lavajos del Hijo y de la Sartén están sin agua, bajamos al Trabancos por el pequeño valle que forma el arroyo del Prado Tabera. Los chopos y sauces estaban estrenando su hoja anual; los álamos aún aparecían desnudos. La hierba brillaba al sol, todavía con multitud de gotas de agua en las afiladas hojas. El Trabancos tenía charcos pero el agua no corría. Todo primaveral, a pesar de que el río murió hace muchos años, y no precisamente de viejo.

Agua estancada en el cauce del TRabancos. Hasta parece un río.

Cruzamos Castrejón y luego bordeamos el prado de la Villa, donde pastaba ganado vacuno. El camino se nos acabó al llegar a la solitaria casa de Valdefuentes, pero cerca nos subimos al caballón del cauce para rodar por su cima. Paramos un poco en una caseta con pilones no lejos del vado de Valdefuentes y seguimos unas veces por el cauce, otras por el caballón.

La vega del molino del puente

Parecía un río con sus riberas y sus prados pero faltaba lo más importante: el agua. El Torrejón nos dejó  ver su gran ojo, entre ruinas. Pasamos junto a la villa Moro Cobos, cuyas ventanas, que dominan una preciosa vega, han sido arrasadas por vándalos, sin llegar dentro de la casa que aun conserva un aire de la familia.  Al fin, llegamos al molino del puente de la carretera Alaejos-Nava en cuyas inmediaciones pastan vacas.

No salimos del cauce en la cañada de Herreros, que ofrece hermosas vistas al valle del Trabancos e incluso más allá, hacia Alaejos y Torrecilla. Los campos, exuberantes y relucientes por el agua y por el sol. Giramos hacia el pico Zarcero, que acoge a la ermita de la Patrona de Nava y, ya cuesta abajo, nos presentamos en Nava del Rey. Fin.

Aquí, el trayecto seguido, de unos 45 k.

La cuesta Gradera y otras especialidades del sur

El pasado jueves, aprovechando la fiesta, hemos dado una amplia vuelta por el sur de la provincia de Valladolid: San Vicente del Palacio, Lomoviejo, Salvador de Zapardiel y Honcalada estaban situados en nuestro trayecto. El día, después del último temporal, se presentó especialmente claro, por lo que pudimos contemplar en lontananza pueblos como Rubí de Bracamonte –con la nave de su iglesia destacándose en la llanura-, Fuente el Sol –de la que sobresalía su castillo-, Muriel, Ataquines, Donvidas, San Esteban, Sinlabajos, incluso se recortaban muy al fondo, al oeste, las torres de Madrigal. Y, por supuesto, al sur se elevaban la Serrota y la sierra de Segovia, esta última nevada.

El puente

El sol lució durante la primera parte del trayecto y se ocultó tras una gasa de nubes que fue en aumento durante la segunda parte. Los camposantos, debido a la fecha, estaban abiertos y concurridos. En los otros campos corrían las liebres perseguidas galgos y galgueros.

Salimos de San Vicente del Palacio en dirección norte, para contemplar una joya de la ingeniería civil: el puente de la antigua calzada de Madrid a Galicia sobre el río Zapardiel. Muchos ojos y mucho puente para un río que ya no lo es. Pero no diremos más, sino que esperaremos a que Durius Aquae nos cuente algo de su historia y construcción en una de sus entradas próximas.

La llanura

Y desde allí cambiamos de rumbo, hacia el sur. Los caminos estaban húmedos –había llovido los días anteriores- pero las charcas, lavajos y humedales no tenían agua. Mucho tiene que caer todavía para que la tierra se recupere del verano pasado. Todo se había pintado de un color entre gris, amarillo y pardo. De hecho, los rebaños de ovejas –por no hablar de aves y pájaros terreros- habían desaparecido, camuflados.

Pasamos junto al lavajo y el torrejón de Serracín y seguimos un estrecho humedal en el que no faltaban lavajos… secos. Ni avutardas. Al llegar a las Navas, cruzamos la carretera de Ataquines para tomar el camino que nos llevaría, casi en línea recta, a Lomoviejo, pasando por otros humedales y lagunas, dejando a la derecha el arroyo de la Tajuña y a la izquierda el alto alomado de Pradillos, con su vértice geodésico. Por encima de nosotros voló, altísimo, un bando de grullas, fácilmente reconocibles por su griterío.

Tierra, avutardas, pivot…

Llegamos a Lomoviejo, que está junto a otro lomo. Nos acercamos a su iglesia, que tiene un precioso pórtico de arcos deprimidos isabelinos; las columnas que lo soportan son de granito -que aquí domina a la caliza- y el suelo está recubierto con antiguas lápidas sepulcrales.

Salimos hacia el este por la colada de las Canalizas. El lavajo del Tío Juan tiene agua, y las ovejas han bebido recientemente. No así el de la Caballera. En el inmenso prado de las Canalizas pastan las vacas, y el camino o cañada da un rodea para cruzar por un vado el seco Zapardiel.

Prado de la Reguera

En la Reguera vemos la fuente del mismo nombre, seca. El prado al menos está verde, apto para rodar por él. Entre nosotros y el Zapardiel, un lomo. En el lomo, un pinar de gigantescos negrales, limpios y luminosos gracias a las lluvias de los últimos días. También pasamos junto a una telera metálica sin ovejas. En el prado de las Gayanas nos ladran los perros, pero tampoco vemos ganado. Al fin, llegamos a otro pueblo sencillo, Salvador de Zapardiel. Su iglesia es similar a la que acabamos de ver en Lomoviejo, mudéjar, pero carece de pórtico. Tras ella, el pozo tradicional abastece ahora de agua corriente a los vecinos. Al fondo vemos Sinlabajos, que perteneciera a Salvador. Ahora es de otra provincia. Todo cambia, aunque no mucho.

La sierra desde la cuesta de los Canteros

Al este se levanta, a unos cinco kilómetros, una auténtica montaña para estas tierras llanas de Medina y Arévalo. Son los altos de la Gradera, del Guindo y de Donvidas que están cien metros por encima de nosotros. Habrá que subir, ¿no? Por Muriel y Salvador hemos pasado más de una vez, pero hasta allí nunca hemos llegado. Pues nada, tomamos la cañada de la Lámpara y nos colamos por la cuesta de los Canteros hasta el alto del Guindo. Todo indica que estamos en un lugar perdido y olvidado, justo en el límite de Valladolid con Ávila. Seguimos por la cresta hasta la cuesta del Caballejo de 870 metros y la cuesta Gradera, por la que bajamos a campo traviesa para tomar senderos y caminos que nos dejarán de nuevo en la llanura. Pero antes echamos la vista atrás para ver mejor las terrazas y gradas de la Gradera, sin duda obra humana para aprovechar mejor estas tierras tan perdidas como difíciles.

Cuesta Gradera

Rodamos por diversos caminos, cruzando cerca de humedales y lavajos secos, con los ataquines al este y las torres de Madrigal al oeste, hasta llegar a Honcalada, que a duras penas mantiene la torre mudéjar de su antigua iglesia. Después, pasamos junto al caserío de San Llorente, cuyos viejos edificios tienen también un inconfundible sabor mudéjar. Por aquí, todo lo humano refleja el aire mudéjar.

Finalmente, cruzamos entre los ataquines para tomar la cañada que aprovecha el trazado de la vieja calzada que nos dejará en San Vicente.

La ruta en wikilok según Durius Aquae.

Campos encharcados, lavajos y pinares

Seguimos recorriendo los pinares y campos cercanos al río Adaja.

Esta vez salimos de Ataquines rumbo a San Pablo por un camino ancho paralelo a la vía del ferrocarril. Los campos rezumaban agua: cruzamos por uno de ellos para acercarnos a un lavajo surgido de manera espontánea gracias a las lluvias y a punto estuvimos de hundirnos con las bicis y todo, casi como si fueran arenas movedizas. Pero lo peor no fue esto: un ventarrón fortísimo nos daba de costado y, una y otra vez, intentaba tirarnos a la cuneta, y poco le faltó para conseguirlo. De todas formas, daba gusto contemplar el paisaje, con agua por todas partes después de un largo periodo de sequía, y con la sierra al fondo, blanca de nieve.

Lavajo renacido

San Pablo de la Moraleja

En San Pablo recalamos en el lugar donde aún se yerguen, obstinados, los restos de lo que fue el monasterio que dio origen a la localidad. No sabemos a qué se refiere el término Moraleja -¿a un moral, tal vez?- pero el de San Pablo está claro: al convento dedicado precisamente a la Conversión de San Pablo. El primer convento de Carmelitas Calzados se levantó aquí hacia 1315; las ruinas corresponden a otro que data de los siglos XVI y XVII, que duró hasta mediados del XIX en que fue desamortizado. Podemos ver todavía la portada, una espadaña, la nave del templo con paredes, parte de la torre con su escalera interior y parte de lo que fue otra nave, a juzgar por los restos de un ábside semicircular, todo en ladrillo con algunos zócalos de piedra. Nada queda del claustro, si bien se adivina donde se levantó.

Restos de San Pablo

Además, contaba con una capilla dedicada a la Virgen de la Soterraña ¿tal vez el inicio del convento?, con bodega y un molino sobre el Adaja, a legua y media. El conjunto, con las ruinas sobre humedales –hoy de un verde reluciente- y con las nubes de distintas tonalidades cambiando de forma a causa del viento, impresionaba.

Lavajos y pinares

Continuamos hacia el pinar pasando junto a otros humedales con sus charcos y por el lavajo de Sacaperal. Ya en el monte, un rebaño de ganado vacuno y caprino nos pasó por delante y los perros se acercaron a saludarnos. Más tarde, tres corzos también cruzaron nuestro camino unos metros por delante. Como el tiempo está inestable, nos van cayendo distintos chaparrones, pero el viento esta vez se porta y nos seca.

Humedal

Bajamos hasta el Adaja en el vado de Don Hierro y volvimos hacia arriba por el mismo camino. Finalmente, salimos del pinar a campos de labor. ¡Y allí estaba esperándonos de nuevo el vendaval! Así que, a luchar contra él. Llegamos a una laguna junto al ferrocarril que es donde nace la Agudilla; intentamos seguir por la lengua del humedal –hierba rala, tierra salinizada y dura, con charcos- hasta el apeadero de Palacios de Goda pero tuvimos que abandonarlo y nos hundimos de nuevo en tierra tan empapada. Al otro lado del apeadero, tras la vía, otro lavajo ha renacido. Menos mal que los tres kilómetros que nos separaban del pueblo estaban asfaltados. Eso sí, tardamos media hora, pues era muy esforzado avanzar en contra del viento.

En el pinar del Otero

En Palacios nos recibió una escultura moderna de un toro de lidia. Pero lo que más nos llamó la atención fue la ermita de la Virgen, por dos detalles: su advocación, de la Fonsgriega, o sea, de la fuente griega, y su portada, con generosas jambas y dintel en sillería de granito.

Los fantasmas de Honquilana

Honquilana

Al fondo se distingue y nos espera la puntiaguda torre de Ataquines, así que tomamos el camino de Santiago de Levante. No sdetenemos en Honquilana: hacía mucho tiempo que no estábamos en este olvidado lugar, que fue un pueblo, ahora es un montón de barro y mañana ya no se reconocerá ni existirá, y será un campo más de los muchos que se extienden entre Medina y Arévalo. Por si fuera poco, el cielo se oscureció por el oeste, delante del sol, y los montones de barro parecían retazos perdidos de supuestos fantasmas en pena. Menos mal que nos queda la fuente del Caño, con su frontal triangular y su sencilla pila en granito de una pieza, aunque no por mucho tiempo pues está siendo devorada por la maleza. Seguramente dio origen al pueblo y lleva su antiguo nombre: Fons Aquilana. A sus pies, una charca enfangada y, un poco más abajo, un lavajo en el centro de una pequeña pradera, suficiente para crear un entorno vivo, agradable y pastoril.

El lavajo de la fuente bajo la lluvia

Los ataquines

Con cierto espanto, vemos cómo la nube negra viene hasta nosotros: un airón revuelto la anuncia y una inmensa cortina de lluvia se acerca casi de repente y nos envuelve. De manera que el agua helada, impelida por el viento huracanado, nos castiga duramente y llega a hacerse insoportable. Pero no hay mal que cien años dure y cuando llegamos a Ataquines, brilla de nuevo un sol que nos seca. Luce tanto en un ambiente tan limpio que los ataquines parecen de ayer, como recién esculpidos, ingenuos en un mundo viejo y tormentoso.

Los ataquines

El paseo termina junto a la iglesia, donde se han aprovechado como bancos losas de antiguas sepulturas. Es el tributo que viejos nobles pagan aquí a los traseros modernos, y sin quejarse. Aquí dejo el recorrido -casi 34 km- en en Wikiloc según Durius Aquae.

Lomos, ataquines, carpios

Viene de la entrada anterior, donde puedes ver el mapa.

El Lomo y el lavajo de la Nava

Dejamos el idílico prado de Valdefuentes y su casa solitaria. No es difícil encontrar algún rebaño pastando.  Una preciosa cañada al abrigo de un vallejo nos va subiendo entre curvas hasta el llano. Al Norte vemos El Pedroso y, a la par que al frente se eleva la característica cuesta del Lomo. Los nombres, al menos en el campo, suelen responder a la realidad. Y los topónimos lo llenan todo: nullum est sine nomine  saxum, que registrara Lucano, poeta hispano romano. (O sea, que todo peñasco tiene nombre)

En fin, nos plantamos en lo más alto, en el vértice geodésico El Pedroso, con 780 metros de altura –no es lo más alto que hemos subido- y nos pasamos un buen rato contemplando los 360 grados del inmenso panorama. Se ven todos los pueblos de la plataforma suroccidental de la provincia y de las tierras de Medina; y con prismáticos se distinguen perfectamente, pero hoy no los llevamos.

Descendemos en la misma dirección que llevamos y, entre dos pinarillos, nos acercamos al lavajo de la Nava, que ha sido desecado, pero que –cuando llueve- vuelve a remanar agua debido al suelo arcilloso. Debió ser, en sus buenos tiempos, un gran lavajo.

Ataquines

¡Qué curioso! Al parecer, ataquines –aunque no viene en el diccionario- es nombre común. Conocemos los que dan nombre precisamente a la localidad de Ataquines y ahora nos encontramos estos otros: tres suaves montículos que forman colina. Y ya puestos, los mogotes de los Arapiles, de la famosa batalla contra las tropas francesas, ¿tendrán algo que ver? No coinciden las consonantes, pero sí las cuatro vocales perfectamente. Si algún filólogo leyera esto, que nos eche una manita…

Desde la encharcada y helada cañada del Toconal divisamos la silueta del Carpio, levantado alrededor de una mota (o de un carpio, mejor dicho, aunque no figure en el DRAE) donde antaño hubo otro torrejón –veríamos algunos restos si nos acercáramos- reafirmando así que nuestro paseo de hoy es pura tierra fronteriza. Y siguiendo por límites y rayas, llegamos al lavajo de Lavanderas, donde sentó sus reales el rey castellano cuando lo del tratado de Fresno-Lavandera, allá por 1183. Ha llovido.

Llanuras, fuentes y lavajos

Ahora el camino parece más llano y vemos algunos charcos donde se situó el lavajo de Aguasal, hoy tierras de labor un tanto empantanadas. Al otro lado del camino dejamos un escobedo.

La fuente Buena está en un pequeño promontorio antes de cruzar la vía. Es un arca con bóveda de medio punto en ladrillo. Desde aquí se ofrece una bonita estampa de Brahojos.

Fuentes, praderas y restos de lavajos mientras nos acercamos a Nueva Villa de las Torres, y luego campos abiertos donde la avutarda pasta protegida por estos horizontes que le permiten ver la llegada de posibles enemigos…

Paperas y Malpréndez

Atravesamos ahora un prado con suelo arcilloso –Paperas-, razón por la cual los charcos son abundantes y la bicicleta parece sumergirse más de lo normal. Pero el suelo es bueno, no hay barro y se avanza rompiendo el agua y quebrando el hielo. Curiosa sensación. Pero para eso están estos vehículos todo terreno, que superan la prueba.

Seguimos de frente hacia el Norte. Una simpática casita a la derecha, sobre un suave montículo. Y el lavajo de Malpréndez a la vera del camino, buen abrevadero para rebaños.

…y la Nava

Y ahora ya no queda más que seguir el camino y la ruta que nos señala la torre de la iglesia de los Santos Juanes, de la Nava. Vamos en realidad por una pista que se nos antoja aburrida después de todo lo que hemos visto, pero al llegar aprovechamos para callejear un poco y probar un vino añejo de la comarca. Nos lo hemos ganado.