Monte Bernorio, Covalagua, Valcabado

Hacía tiempo que queríamos conocer el monte Bernorio, situado a unos cinco kilómetros al este de Aguilar de Campoo. Esta muela estratégica  ha conocido muchas batallas, de algunas no sabremos nada: son las anteriores a la época romana, pues estuvo ocupado al menos desde la edad del bronce.

Fue uno de los primeros castros cántabros en ofrecer una fuerte resistencia a los ejércitos romanos. Hasta aquí llegó seguramente Augusto que instaló un campamento de grandes dimensiones –proporcional a las fuerzas cántabras- muy cerca de Pomar de Valdivia, en la zona denominada el Castillejo. Después de varias escaramuzas y asesdios, pudo reducir a los cántabros en una memorable batalla y consiguió tomar el castro entrando por la zona sur.

Ladera este del monte Bernorio

Empezamos la subida desde Villarén, en cuya localidad pudimos comprobar que la escalera de la iglesia estaba literalmente cubierta de flores color naranja, como si ya nadie la utilizara. Luego nos acercamos a los restos de la ermita o eremitorio rupestre de San Martín, y empezamos a dar pedales subiendo por una pista estrecha pero de excelente firme y protegida a ratos por robles.

Ermita de San Martín

Poco antes de llegar a la cima de la muela pudimos comprobar los perfiles de las diferentes líneas defensivas, compuestos fundamentalmente por trincheras en las que se levantarían pequeños muros o terraplenes y estacas de protección. ¡Impresionante fortaleza! Dimos la vuelta en dirección sur-oeste-norte y pasamos junto al lugar donde estuvieron las puertas noroeste y norte para ver los restos del castellum de vigilancia que los romanos levantaron después de la toma del castro. Igualmente vimos los restos de trincheras y casamatas de la guerra Civil, pues el cerro –tomado por republicanos y nacionales-  es testigo mudo también de esta contienda.

El cierzo cántabro nos atacaba, pero resistimos

Después de dar un paseo por la cima, de unas 28 ha protegidas por una muralla de casi 2 kilómetros, salimos por la puerta este, bajando por lo que hoy –o al menos esta primavera- son suaves praderas.  Esta puerta obligaba a dar un giro de 360 grados que hacía muy difícil una posible entrada en tromba del enemigo. Cruzamos el río Rupión para ir a Helecha, pueblo oculto entre los pliegues de estos cerros olvidados. Visitamos la vieja iglesia –por fuera- y alguna de sus fuentes.

Subida hacia Covalagua

En el camino hacia Pomar de Valdivia vimos el lugar donde se levantó el extenso campamento romano de Castillejo, que tuvo según calculan los expertos nada menos que 40 ha de extensión. Pero ni por esas se rindieron los cántabros.

Y en Revilla de Pomar tomamos un agradable sendero por el valle, con abundante vegetación, robledales, hayas y acantilados en las laderas, que nos fue llevando hasta la original y encantador afloramiento de las aguas del páramo de la Lora de Valdivia en Covalagua. Como para extasiarse ante la belleza y rumor de las aguas que aquí surgen formando una pequeña multitud de cascadas.

Detalle de Covalagua

Un poco más de esfuerzo y llegamos al ras del páramo calizo. Allí está el complejo de la cueva de los Franceses, levantado por alguna Administración que, por supuesto, te exige cita previa para visitarlo. De manera que nos fuimos a ver el menhir de Canto Hito, que sólo te exige un torturador acceso dando botes por un camino inexistente sobre el páramo calcáreo. Tiene más de tres metros de altura y 80 cm de ancho; como está bastante inclinado, da la impresión de que te puede caer encima si te pones a su lado. Es un monumento megalítico cuya función no conoce.

Panorama desde Valcabado

Y a continuación, fuimos al mirador de Valcabado, punto más alto de nuestra excursión cuyo extenso panorama, con el valle de Valderredible a nuestros pies, nos dejó sin habla. Más al fondo el Ebro, y bien rodeados de cordilleras y llanuras de páramos más bajos…  La única pega que se le puede poner a este día fue que las nubes entraban en nuestro territorio como las antiguas tribus cántabras, traídas por un viento frío y áspero que nos impidió disfrutar la jornada a tope. No obstante, al acercarse a la meseta, los viejos romanos pudieron romperlas en multitud de pedazos e incluso dispersarlas por completo.

La montaña palentina desde la cueva de los Franceses

El oeste, muy despejado, mostraba las cimas de Peña Redonda, Espigüete, Curavacas y Peña Prieta, claras y todavía con abundantes manchas de nieve. En algún momento de la excursión se dejaron ver en parte los Picos de Europa, más nevados. Y, hacia el sur, las peñas Ulama y Amaya.

Ya de vuelta –que tuvimos que acortar por una pequeña avería- visitamos la ermita de la Virgen de Samoño, y la iglesia de San Sebastián, de Báscones de Valdivia. En todas estas localidades predomina un románico rural e ingenuo; como muestra, esta columna decorada de portada de la iglesia de Revilla de Pomar.

Alrededores de Medina un día húmedo y gris

Ocurrió un día del pasado mes de febrero. El tiempo, frío, andaba metido en aguas y el sol no brilló en ningún momento. Los charcos y lagunas seguían adornando el paisaje (y continúan). Dimos una vuelta por los alrededores de Medina del Campo.

Salimos de esta ciudad a la vista de Casa Blanca y en dirección a peña Tejada (804 m según el mapa), que fue el punto más alto del trayecto, ideal para contemplar el valle del río Zapardiel que, esta vez, ¡sí llevaba agua! (y un buen caudal) De ahí por el barranco de San Isidro, bajamos a Dueñas de Abajo, que se ha convertido en una moderna bodega. Luego cruzamos la vía férrea de siempre y la del AVE, desde la cual contemplamos otro buen panorama de la comarca.

En peña Tejada

Atravesamos el arroyo de la Dehesa cuesta abajo y luego la carretera. Por fin estamos en el llano, con muchas tierras de cultivo inundadas. Cruzamos el arroyo de la Golosa, en cuya veguilla se han formado lagunas y luego más lagunas en tierras arenosas: charca del Ejido, de Cuesta Blanca, y también en los pinares del Chucho y de Villafuerte. Todas estas lagunas son extensas pero de muy poca profundidad. Empiezan a aparecer esas pequeñas florecillas blancas típicas de estos humedales.

Al cruzar el AVE, quería salir el sol.

En la Veguilla y en el Baldío del Conde se suceden más lagunas y abundan los herbazales. Todo está fresco, verde, húmedo. Y eso que el sol no saca los colores al paisaje, que quiere tender al gris.

Nos vamos acercando al Tobar. En un amplio humedal en el que no llegamos a descubrir encharcamientos, un rebaño de ovejas pace tranquilamente, diríamos que sobrealimentado. Los perros ni nos miran. Luego, muy cerca ya del caserío vemos a algunas ovejas que amamantan a sus crías; son las que no han salido a pastar, pero no importa porque en los corrales también abundan los pastos.

Charcas y pinares

Intentamos tomar el camino hacia San Vicente del Palacio pero tenemos que dar la vuelta: un gran charco ocupa todo el camino y sus orillas son verdaderas arenas movedizas. Imposible avanzar. Así que dando un rodeo al caserío de Tobar cruzamos el río Zapardiel –que viene muy recio- gracias a un puente y, por el momento, terminamos en Gomeznarro.

En Gomeznarro

Por tierras abiertas bordeamos algunos lavajos recrecidos; por la raya de Moraleja de las Panaderas atravesamos más encharcamientos, arroyos y zanjas de desagüe. Todo está verde, todo con agua. Los pinares, más que arena, tienen una capa de musgo y yerba de un verde brillante.

Al llegar a las lagunas de Medina del Campo, ya un poco cansados de remover las aguas con nuestras ruedas , tomamos la carretera que nos conduce al final del trayecto. Nos han salido unos 55 km y aquí puede verse el trayecto.

Es primavera en los campos de Villalar

Y en otros muchos de la Provincia, aunque por poco tiempo, dado los actuales pronósticos que auguran frío y lluvias. Pero lo cierto es que el viernes pasado ya hacía calor en nuestros campos: tuvimos que vadear algunos encharcamientos y lagunas con la bici de la mano y el agua estaba incluso agradable, aparte de que calcetines y botas puestos al sol se secaron enseguida. Por supuesto, fue el primer día del año en el que rodamos en manga corta (y pernera ídem). En el aire reinaba una calima procedente del desierto del Sahara que pintaba el cielo de gris.

Salimos de Torrecilla de la Abadesa para tomar el canal de Tordesillas, convertido en un almacén de leña y otros restos. Antes de subir a Torreduero pudimos comprobar que algunas fresnedas habían sido aclaradas y en ellas, ya limpias, pastaba ganado caballar.

Después, atravesamos el pinar de Torreduero, que cuenta con algunos excelentes ejemplares de alcornoque para salir a las llanuras de Villalar, todavía con abundantes lagunas y tierras anegadas, efecto de las pasadas lluvias. Junto al pinar ya vimos una laguna salida de madre, cuyas aguas habían cruzado al otro lado del camino. En el páramo de Castellar las zanjas de drenaje no habían dado abasto y las tierras estaban inundadas. Después de cruzar la carretera y la autovía de Zamora hacia el norte, en la zona del Carretero, había aun grandes lagunas de temporada. Finalmente, en una de ellas –con numerosas garzas blancas y cigüeñas- no pudimos rodar más y hubimos de echar pie a tierra.

El molino Nuevo

A continuación, nos llegamos hasta el río Hornija, que venía fuerte, tan fuerte que no nos atrevimos a atravesarlo, pues a simple vista parecía que nos cubriría hasta más arriba de la cintura. Mejor dejarlo para otro día. Pero nos acercamos a las ruinas del molino Nuevo, que enseñaba los restos de la balsa, cárcavas y almacén; estaba adornado de varios perales en flor y una gran pradera verde.

Un alcornoque

En Pedrosa del Rey descansamos y nos quedamos con las ganas de subir al alto del Mayo, que también dejamos para otro día. Tras visitar la fuente y la ermita de la Virgen de Gracia, por diferentes caminos y coladas llegamos a Villalar. Y de ahí a Torrecilla.

Unas tierras con agua y otras hechas un aparente desierto

Los caminos estaban muy bien, firme perfecto y sin barro. Se rodaba estupendamente tras los barros de los últimos meses. La verdad es que cuando rodamos por las lagunas ya nos habíamos salido del camino.

Valdenebro de los Valles y Palacios de Campos

Valdenebro de los Valles se yergue sobre la ladera del páramo de los Torozos, enfrentado –por norte- al norte al páramo de Buenaventura o del Moclín, que viene a ser una plataforma separada del primer páramo, al que en otro tiempo perteneció. Entre ambas elevaciones vemos un valle amplio y llano por el que discurre el arroyo de la Vega.

Se encuentra, como su nombre indica, embocado por varios valles: el del arroyo Arenillas, el de la fuente Valbuena, el de la fuente del Prado, y el más amplio, ya citado, de la Vega. Todo esto hace de Valdenebro una localidad especialmente agradable, de variado paisaje en el que también abundan los montes de roble, las choperas y alamedas con sus prados y fuentes, los campos de labor y los baldíos que antaño estuvieron cargados de majuelos. Todavía vemos muchos almendros a lo largo de linderos que separan los campos dándole a su paisaje un aspecto propio.

Robles y molinos, ¿tendrá que ser así?

De lejos, se reconoce el caserío porque en medio se levanta la torre de la iglesia de San Vicente, de planta cuadrada, que parece la de un castillo. Pero si nos acercamos, veremos restos románicos y una portada gótica. Al lado, los señoriales arcos del Ayuntamiento y unas calles dispuestas alrededor con balconadas para contemplar el abierto paisaje de la Vega. Este escondido pueblo goza de una de las vistas más bellas de nuestra provincia.

Hilera de almendros

Tuvo un pasado romano, pues aquí se encontró una estela funeraria dedicada por Lucrecia Arganta a su madre, Lucrecia Anelia, fallecida a los 50 años, hoy en el museo arqueológico. Debido a sus numerosas fuentes, abunda también la humedad en sus suelos, por lo que alguna calzada parece romana. Pero sólo eso, lo parece.

Aunque conocemos muy bien el monte de las Liebres, lo primero que hacemos para empezar es darnos una vuelta por sus sendas y veredas. Algo notamos: parece que hay más pinos, o que los que había de repoblación han crecido mucho. En cualquier caso, les van comiendo terreno a los centenarios robles, lo que es una pena. Y también comprobamos que el monte está rodeado de gigantescos molinos. Otra penita: además de cambiar el paisaje, ¡cortan la vida de tantas aves…!

Visión de los valles de Valdenebro

Luego cruzamos campos llanos en los que pastan bandos de chorlitos dorados hacia el Mirabel y sus viejos almendros, que se retuercen y mueren olvidados, por los corrales de Pinicas y campos alinderados del Mediano, todo muy almendrado y, finalmente, nos alejamos hacia el Ceomo, sobre la fuente de la Empedrada. Disfrutamos aquí del amplio panorama del norte, que recorre de este a oeste cimas de blanco profundo por las recientes nevadas. Un recreo para la vista, la verdad. Se distingue el Curavacas y el Espigüete, los picos de Riaño, el Mampodre… ¡Qué gusto verlo todo tan blanco!

Palacios. Al fondo, la cordillera bien nevada

Y bajamos a Palacios de Campos por el viejo camino de las Corrielas. Palacios tiene un aspecto triste, pues son muchas las casas y construcciones de barro –sobre todo palomares, corrales establos- que van desapareciendo poco a poco. A veces, cuando viene un temporal como el que ahora estamos sufriendo, el desmoronamiento da un gran salto hacia adelante, y aparecen los derrumbes. También algunas casas nobles se van cayendo, porque nadie vive en ellas. También desapareció el Ayuntamiento; ahora es una pedanía de Medina de Rioseco. Menos mal que vemos un poco de vida: un rebaño mixto de ovejas y cabras pasta cerca de la ermita del Cristo de la Vega, por donde salimos de la localidad.

La vega

Un camino nos eleva hasta las proximidades del Moclín, donde tomamos un ladiego con continuos toboganes que nos conduce por la ladera del páramo de Buenaventura. Al final nos deja en la llanura y tomamos un sendero hacia Valdenebro. Otra vez almendros floridos.

Nos acercamos a la fuente del camino de Valdescopezo, con su abrevadero y lavadero y subimos por el camino que nos conduce por la ladera del monte de Sardonedo hasta la fuente del Prado –seca y cubierta de maleza- hasta llegar a Valdenebro, donde aprovechamos para contemplar el paisaje y luego la fuente del Barrio.

Las navas de Torozos

Ha llovido bastante durante los últimos meses en nuestra provincia y, en general, en la mitad noroeste de España. Lo hemos visto en nuestras últimas salidas: los campos estaban inundados y muchos bodones y lavajos llenos, por no hablar de las sucesivas crecidas de nuestros ríos y arroyos. Así que nos dimos una vuelta por el páramo de los Torozos para ver cómo estaban algunas de sus navas.

A veces, los caminos del páramo dan estos giros

Salimos desde Castrodeza para ascender al páramo por el camino –en desuso- de las Tejeras. Ya arriba, no fuimos a la nava de Carredondo o de Torrelobatón, ¿para qué?, si a pesar de ser la más profunda y ancha, está drenada por un túnel de desagüe que evita precisamente el encharcamiento que podría anegar las tierras de labor. De manera que por el camino de San Pelayo a Wamba, adornado con acacias, nos fuimos hasta la nava de Cantalar o de Peñaflor, que se encuentra hundida unos 3 ó 4 metros bajo la superficie del páramo: ahora tiene una buena extensión de agua poco profunda. Algo es algo. Había diversas especies de aves acuáticas o limícolas, destacando las avefrías. Si llueve en primavera, bien podría llenarse.

Aspecto de Cantalar

Pasamos a continuación a la nava de las Contiendas o de Wamba, que acumulaba bastante menos agua, distribuida en grandes charcos. Ésta necesita mucha más agua para llenarse hasta los bordes marcados en épocas anteriores. Ya veremos qué pasa si continúa lloviendo.

En las Contiendas

Luego tomamos el arroyo de la Reguera –con su fuente y su corral hacia la mitad del descenso- para bajar hasta el valle del Hornija. Aquí los caminos no tienen barro, pero están muy enyerbados y algunos con abundante maleza, lo que hace más costoso el avance, incluso cuesta abajo.

Puentecillo sobre el Hornija

Pasamos bajo la señorial y enhiesta Peñaflor. Hoy, las piscinas y la depuradora; ayer, un molino. Un poco más allá, permanece un sencillo puente de piedra con dos huecos de entrada de agua y un arco de salida, utilizado sobre todo por un rebaño de ovejas que se guarda en los establos del otro lado.

El vado que atravesamos

Y el camino nos lleva, entre laderas y prados, hasta un vado del Hornija, que viene crecidito y con corriente. Como no hay alternativa –salvo la media vuelta, que no se contempla- nos mojamos un poco las zapatillas. Pero, a pesar de la mañana fresquita, el sol se encargará de secarlas.

Llegando a Torrelobatón

Entramos en Torrelobatón para seguir el Hontanija río arriba para acometer Castrodeza por detrás del Cueto y aparecer por el humilladero del Cristo.

Aquí podéis ver el recorrido.

Almendros de nata y fresa

En la España mediterránea son muy abundantes los almendros, pues desde hace siglos se ha cultivado este árbol que anuncia la primavera en pleno invierno. Aquí, en Valladolid –y en nuestra región, salvo en los Arribes- su cultivo ha sido mínimo, más bien era un árbol que en hileras daba encanto a los caminos, delimitaba majuelos y otros cultivos reforzando y dando vistosidad a linderos; también se desperdigaba por laderas y terrenos incultos: Pero no los hemos visto cultivados expresamente para recolectar almendrucos. De hecho, buena parte de su fruto era almendra amarga: ¡cuántas veces hemos ido a partir almendras que de inmediato las hemos tenido que escupir!

Hoy las cosas están cambiando un poco y se va retomando en Castilla el cultivo de este árbol, así como el de nogales y olivos. Tal vez el calentamiento global, que aleja un poco el peligro de heladas, haya contribuido a esto. En Valladolid contaremos con unas mil hectáreas de almendros cuando hace treinta años no llegábamos a cien. Pero aun así es muy poco. ¡Ah!, los nuevos almendros cultivados de manera extensiva son de una variedad de florecimiento tardío, para huir así de las heladas.

En cualquier caso, da gusto salir en estas fechas –febrero y marzo- por nuestros campos para asistir a una verdadera explosión de espuma blanca  –almendros de nata, pétalos de nieve, propósito de ángel, que escriben los poetas- en nuestros almendros que, aunque son pocos, se los ve por todas partes. Y es que, cuando uno, por ejemplo, pasa por Simancas los contempla en todos los lugares: riberas, cuestas, caminos, lindes… como si no hubiera otro árbol. Sin embargo, pasada la floración, su figura desaparece.

En Valladolid ocupan las laderas de Parquesol, las riberas del Pisuerga –sobre todo la derecha- las cuestas de la Maruquesa, las Contiendas, El Berrocal, los lugares donde hubo riberas, las acequias, puntos del páramo de San Isidro, las primeras Arcas Reales… El almendro se resiste a morir, pues quiere renacer donde fue arrancado y brota en cualquier perdido gracias a la dispersión  de sus semillas por grajos y cuervos.

Curiosamente, cuando murió Santa Teresa en pleno mes de octubre, un almendro del convento  que nunca había dado flor ni fruto, floreció: ¿es que tiene corazón el almendro? 

Y cuenta con una indestructible esperanza pues, según Jiménez Lozano, lleva obstinado milenio tras milenio en ofrendar su flor, aunque será casi siempre amortecida por el hielo.

Pero acabemos con un soneto de Miguel Hernández, Rosa de almendra:

Propósito de espuma y de ángel eres,
víctima de tu propio terciopelo,
que, sin temor a la impiedad del hielo,
de blanco naces y de verde mueres.

¿A qué pureza eterna te refieres
con tanta obstinación y tanto anhelo?….
¡Ah, sí!: tu flor apunta para el cielo
en donde está la flor de las mujeres.

¡Ay! ¿por qué has boquiabierto tu inocencia
en esta pecadora geografía,
párpado de la nieve, y tan temprano?

Todo tu alrededor es transparencia,
¡ay pura de una vez cordera fría,
que esquilará la helada por su mano!